El escenario de esa noche era tranquilo, con una suave lluvia que caía sin prisa. El rey se tambaleaba de un lado a otro, con una expresión de angustia y su mente fuera de sí. ¿Cómo podrían culparlo? Se trataba de su amada esposa, quien estaba en trabajo de parto. Los pasos de los sirvientes lo hicieron volver a la realidad: algo estaba pasando, y era con su esposa.
El pánico lo envolvía como una boa constrictora. Sentía que no podía respirar. El silencio reinó en la habitación, y el tiempo se estiró como un hilo delgado. Un minuto. Su cuerpo temblaba. Dos minutos. Su mente comenzó a trabajar de una manera aterradora. Tres minutos. Sus ojos comenzaron a expulsar lágrimas de desesperación. Cinco minutos. No podía más. En su garganta se atascaba el llanto. Sus ojos vertían mares de lágrimas amargas. Su cuerpo se volvía frío, y su mente imaginaba lo peor.
Cinco minutos con treinta segundos, dos llantos rompieron el silencio. El rey no se movía, como si su cuerpo hubiera quedado petrificado, casi como el sonido de una mandrágora que paraliza a quienes la escuchan. El joven rey no sabía qué estaba pasando ni qué debía hacer. Con un suspiro, tomó valor y entró en la sala.
Lo que encontró allí iluminó su rostro, no por la luz de las velas, sino por la alegría de un padre orgulloso. A su lado, su esposa, la reina Mila, descansaba mientras sus dos hijos, un niño y una niña, yacían en un delicado nido de mantas. El rey se acercó con cautela. La emoción le desbordaba. Apenas podía hablar.
— El mayor lo llamaremos Antonio —dijo con voz temblorosa—, esperando que su destino sea como el de este fuerte y valiente rey. Y a la niña la llamaremos Magnolia, con la esperanza de que ella sea la luz gloriosa que brille en los momentos más oscuros de nuestro reino.
Los meses pasaron, y con ellos llegó una duda que sacudió los cimientos del reino. ¿Quién sería el legítimo heredero al trono? En el reino existía una marca de nacimiento que todos los futuros reyes portaban. No siempre se trataba del hijo mayor; se consideraba que el elegido era aquel que naciera con la marca. En este caso, los gemelos compartían esa marca de poder en sus muñecas. Era un suceso nunca antes visto. ¿Cuántas posibilidades había de que ambos hijos fueran los herederos? Nadie en la historia había tenido que enfrentarse a una decisión como esta.
El rey solo sentía un nudo en el estómago. Nadie se había atrevido a cuestionar una decisión real, pero la situación era única, y todos, incluso los consejeros, debatían sin cesar. Algunos peleaban a favor de Antonio, otros por Magnolia. La situación se volvía tan caótica que parecía que una guerra comenzaría entre ellos.
— ¡Es suficiente! —exclamó el rey con un gesto de cansancio, levantándose de su trono. Todos los presentes hicieron una reverencia como muestra de respeto. El rey se levantó como si su cuerpo pesara más de lo que podía soportar, y caminó hacia sus aposentos, donde su esposa y sus hijos lo esperaban.
Al entrar, vio a la reina Mila, quien acababa de dejar su libro de lectura para atenderlo. Aunque sonrió al verlo, no pudo evitar notar su rostro fatigado.
— Querido, ¿cómo te fue en la reunión? —preguntó Mila, con una voz algo optimista.
Eduard se desplomó en una esquina de la cama, agotado. Con un largo suspiro, comenzó a hablar, como si cada palabra le costara.
— No llegamos a nada... solo fueron discusiones. Ya no podía estar allí. Sentía que no podía respirar, que en cualquier momento me desplomaría frente a todos ellos.
Sus manos cubrieron su rostro, y su respiración se volvió lenta y pesada, como si estuviera corriendo un maratón sin preparación. En un susurro, se dejó caer sobre las piernas de su reina. La delicadeza de su gesto le otorgó una calma que hacía mucho tiempo no sentía.
La noche fue larga para el rey Eduard. No podía dejar de pensar en cuál sería la elección correcta con respecto a sus hijos. Las ojeras que cubrían sus ojos plateados eran prueba de su desvelo. Finalmente, solicitó otra audiencia con sus consejeros. Esta vez, la expresión del rey era de determinación. Su entrada a la sala fue firme, abriendo las puertas con fuerza. Todos los presentes se pusieron de pie y se inclinaron ante él, mostrando respeto. El rey se sentó, tomó aire, y comenzó a hablar.
— Gracias a todos por asistir en tan poco tiempo. El motivo de esta reunión es porque ya he decidido quién será mi heredero y el futuro de nuestro imperio de plata.
La sala quedó en silencio. Todos esperaban, expectantes.
— Mis dos hijos reinarán juntos —dijo, y sus palabras resonaron como un fuerte tambor en la sala.
Hubo un murmullo generalizado, pero solo uno de los consejeros tuvo el valor de confrontarlo.
— Mi rey —dijo, aclarando la garganta—, hablo en nombre de todos. Creemos que poner a sus dos hijos al poder no es una buena idea.
El rey levantó una ceja en señal de duda y desaprobación.
— Entiendo su preocupación —respondió con calma, pero su voz era firme—. Pero olvidan algo muy importante. Ambos nacieron con el símbolo de nuestro reino. Los dioses los eligieron, y ninguno de ustedes, ni yo, tenemos la autoridad para desafiar esa voluntad.
El rey se levantó de su asiento. Sus palabras fueron casi un susurro, pero llenas de autoridad.
— Mis hijos gobernarán estas tierras a la par, y esta es mi última palabra.
Con un gesto decidido, colocó sus manos detrás de su espalda, en señal de firmeza. Ninguno de los consejeros se atrevió a hablar más. Finalmente, el rey sentenció:
— Está decidido. Pueden retirarse.
Así, sin saberlo, comenzó el reinado de los gemelos.