Aburrimiento. Eso es lo único que siento en este momento.
La sala de reuniones es enorme, llena de extravagantes adornos. En este lugar, los únicos sonidos que se escuchan son las voces de los dos hombres que portan el título de reyes. Su propósito: una alianza. En este espacio tan exótico me encuentro con mi hermano, ambos aburridos, con la mirada perdida por esta interminable situación. No entendemos realmente por qué nuestro padre nos trae a sus negociaciones. Sería mejor si nos dejara hablar, pero, en palabras de él, no estamos listos para asumir esta responsabilidad.
Los ojos de Antonio comienzan a cerrarse. Con sigilo, le pellizco el brazo por debajo de la mesa. Él se sobresalta y sigue mirando al frente, sin mover un músculo.
Algo que aprendimos a lo largo de los años es que no importa lo que pase, siempre debemos mantener la compostura. Desde que tengo uso de razón, mi vida ha estado bajo la mirada de todos. Mi madre dice que debemos ser perfectos, porque, según sus palabras, “somos los más cercanos a los dioses”.
— Entonces, en eso quedamos, Eduard —dijo el rey Montil mientras se levantaba—. Estoy seguro de que nuestro trato traerá prosperidad a nuestros reinos.
— Lo mismo digo, Montil —respondió padre, levantándose también.
Ambos se estrecharon las manos, sellando el trato con un gesto simbólico. Mi hermano y yo nos levantamos y hacemos una reverencia, una manera de agradecer el tiempo que el monarca dedicó a la reunión.
— Es hora de irnos —nos indicó padre, haciendo un gesto con la mano para que comenzáramos a avanzar fuera de la sala. Levantamos la mirada y, sin mover un solo músculo, comenzamos a caminar. Padre va al frente, seguido por Antonio y yo. Esto es una tradición en nuestro imperio, algo que ha perdurado en nuestra familia durante generaciones: el rey va al frente, a su lado la reina, y detrás de ellos, los herederos, para mostrar prosperidad.
Finalmente, llegamos al carruaje. El rey Montil nos despidió cálidamente, esperando que el siguiente encuentro fuera una oportunidad para una convivencia entre dos familias o, tal vez, una propuesta.
Ya arriba del carruaje, no pude evitar hacer un comentario.
— Estará idiota si cree que con unas visitas y un trato entre los dos reinos, Antonio se va a casar con su hija.
— ¡Magnolia! —padre levantó la voz, molesto—. Esa no es forma de dirigirse a un rey. Además, no sabemos si esas son sus intenciones.
— ¡Oh, vamos, papá! —Antonio rodó los ojos—. Está claro que su intención fue, en cierto modo, presentarme a su hija. Desde que llegamos a este lugar, no dejaba de seguirme y de insinuarse de manera muy vulgar.
Padre parecía cansado, como si todo este asunto de la diplomacia le pesara más de lo que quería admitir.
— Escuchen los dos —dijo, con tono firme—. Mis intenciones con el rey Montil son meramente diplomáticas.
Se enderezó y, acercándose un poco más, susurró:
— Aparte... ¿acaso vieron el gusto que tiene?
Este comentario nos sorprendió a ambos. Antonio y yo comenzamos a reír, igual que nuestro padre, al pensar en el pésimo gusto del rey Montil. Durante el resto del viaje hacia el puerto, nos entreteníamos con las historias de padre sobre lo abrumado que estuvo con la decoración del palacio, y Antonio imitaba a la hija del rey Montil tratando de ligar de manera torpe. Fue un viaje muy divertido, pero como todo lo bueno, tuvo que llegar a su final.
El barco ya estaba listo para partir. El puerto estaba lleno de ruido y movimiento.
Yo solo quería dormir.
Eran las nueve de la noche. Ya estábamos en camino de regreso a nuestro imperio. Estaba en mi camarote, cepillando mi cabello rojizo, mirando al espejo, perdida en pensamientos sobre el matrimonio. Aunque aún no estamos oficialmente en la edad para casarnos, muchos nobles ya están cortejándonos. La presión está aumentando y mi mente está tan activa como nunca. Tomo un abrigo y salgo con dirección a la popa del barco. Mientras me acerco, un aroma amargo llena el aire, mezclándose con la salada brisa del mar. El aroma se intensifica con cada paso que doy.
Una silueta familiar se encuentra recargada en la barandilla. Sale humo blanco de su boca. Parece que está fumando. Acelero el paso en su dirección, lo volteo y le quito el cigarro de las manos.
— ¡Maldita sea, Antonio! ¡Si padre te ve, te va a matar!
Sus ojos se abren de sorpresa por mi reacción.
— No exageres —responde, sacando otro cigarro y llevándoselo a la boca, tratando de prenderlo.
— ¡Por los dioses! —ruedo los ojos—. Pareces un adicto.
— Estoy estresado —dice mientras exhala el humo y mira al mar—. Cuando lleguemos a casa no tendré tanto tiempo para poder hacerlo.
— ¿Al menos lo puedes apagar mientras estoy aquí? —le pido. Él asiente y apaga el cigarro en la barandilla, guardando lo que quedaba en una caja de plata.
— ¿Te sientes bien? —pregunta con tono melancólico, mientras mi vista se pierde en el mar—. ¿Tú crees que nos van a arreglar un matrimonio?
— Es difícil saberlo —respondo, mirando al horizonte—. Padre dice que no nos preocupemos, pero madre es otro cuento. En cuanto encuentre a alguien de su agrado... —suspiré—. Nos obligará a convivir con ellos.
Miro a Antonio y sus ojos grises se encuentran con los míos. Parece que no puede más.
— ¿No estás cansada de todo esto? De las expectativas y la perfección.
— Sí... sí lo estoy —le respondo con sinceridad.
La brisa del mar se lleva nuestras palabras mientras el barco sigue su curso.