Había caminado tanto aquel día; asistí a cuatro entrevistas de trabajo en las que no me ofrecían más que pasar la jornada completa haciendo cualquier cosa, menos aquello para lo que me había preparado. Continuaba caminando por las calles principales de mi ciudad sintiendo como si tenía mil espinas en cada uno de mis pies; además, soportaba el olor a ciudad contaminada y el tropiezo de las personas que andan a mil; sin darse cuenta de cuántos se llevan por delante, sin molestarse si quiera en pedir disculpas. Yo, en cambio, siempre lo hacía. En eso pensaba cuando justamente, giraba en una esquina, cabizbaja y no vi venir a la persona con cuyo torso me di de frente.
—¡Oh Dios! —alcancé a decir cuando vi los súper zapatos que acababa de manchar con mi café—. Ahora, para completar mi desastroso día debo pagar esos zapatos —dije, levantando el rostro hacia la persona que tenía frente a mí.
—Si pudieras decirme quién es el culpable de arruinarte el día, sería capaz de incrustar mi espada en él —me dijo el hombre después de pasar unos segundos observándome. Tenía la voz más enigmática que había escuchado. Está de más decir que las palabras se borraron de mi mente; intenté decir algo, pero no lo logré—. ¿Vas a decirme o tendré que averiguarlo por mi cuenta?
—Todos y nadie —le dije con voz temblorosa—. Todos los que el día de hoy me entrevistaron y no encontraron en mí lo que buscaban y nadie, porque nadie se dio cuenta que el problema estuvo en que ellos no tenían lo que buscaba yo— culminé, casi gritándole.
Una sonora carcajada me hizo mover hacia atrás; hasta ese momento no me había fijado verdaderamente en los ojos impactantes de aquel extraño con el que tropecé. Eran tan enigmáticos como su voz, tan penetrantes. Con un brillo que jamás vi en otros ojos, ¡sonreían! Sí, no era mi imaginación; la sonrisa se reflejaba en sus ojos. Era sincera, no como esas sonrisas que te dan y de inmediato sientes que son fingidas. Tomó mi barbilla con su mano suave para que continuara mirándolo y volvió a hablarme.
—¿Buscas empleo?, tal vez yo tenga algo para ti. Si quieres acompañarme, mi oficina está a sólo dos cuadras.
No puedo explicar por qué razón comencé a avanzar con él a mi lado; me guiaba tomándome del codo como si entre los dos existiera un lazo que nos acercaba. Normalmente, no solía acompañar a desconocidos, pero había algo que no podría explicar ni en mil años y que estaba haciéndome ir tras él. Mi piel estaba erizada y, sin embargo, sentía una calma que no entendía—. “Debería estar nerviosa”, me decía a mí misma.
Llegamos a uno de los edificios más famosos de la ciudad, “El Emblema”, construido para albergar cientos de profesionales en derecho, arquitectura y periodismo. Jamás me hubiese imaginado que iría allí aquel día; sin embargo, allí estaba. Al abrir la puerta de vidrio, colocó su mano sobre la parte baja de mi espalda para guiarme y de un sólo soplo mis piernas cobraron vida propia, ahora no eran más que una gran bola de gelatina. Rápidamente me tomó en sus brazos y me habló muy cerca del oído.
—Ahora mismo pido un servicio de ensalada para ti; no puedes pasarte el día de aquí para allá sin probar bocado —si tan sólo hubiese podido abrir mis labios, le habría dicho que hacía menos de una hora que había almorzado. Caminó conmigo en brazos y al pasar por recepción le gritó al joven que se encontraba detrás del escritorio—. ¡Rápido, pide al restaurante de la esquina un servicio de ensalada para mi futura esposa! —ahora sí que no existía lenguaje en mí. Entramos al ascensor y al ver que me sentía mejor, me colocó de pie, acto que ayudó a que por fin lograra decirle algo.
—Pero ¿qué se ha creído usted? ¡Ni siquiera sé su nombre y ahora resulta que soy su prometida! —me congelé en el acto nuevamente al ver su sonrisa hacerse más amplia.
—No temas, cariño; si lo dije, es porque lo serás —se abrieron las puertas y me condujo a una impresionante oficina. Nada más y nada menos que la de presidencia del bufete de abogados más prestigioso de todo el país. Una asistente se levantó en el acto, saludándolo.
—Buenas tardes, señor Castaldi. Disculpe, no tenía ninguna cita registrada —dirigiéndose hacia mí, continuó—. Si me dice su nombre, señorita, la ubicaré para ser atendida en breve.
—No es necesario, la señorita es mi prometida, ¿aún no se ha fijado? —dijo con muestras de irritación—. Hágame saber cuando el servicio de comida se presente —los ojos y los labios de la mujer no podían mostrar más asombro. Él abrió una puerta y entramos. Me miró a los ojos unos segundos y luego me dijo de manera clara y firme para que no tuviese duda de que lo había escuchado—. No sé qué juego tiene el destino conmigo, pero anoche fue la trigésima cuarta vez que soñé contigo.
Ahora sí que podía decir que mis piernas me abandonaron; caí de golpe en un sillón que, por suerte estaba detrás de mí; pues de lo contrario, el golpe habría sido enorme; sobre todo, calculando los centímetros de mis zapatos de tacón. Corrió hacia mí y me tomó de las manos; yo temblaba y sudaba como nunca.
—¿No crees lo que digo? Disculpa que haya soltado esto tan loco de esta manera, pero desde que tropezaste conmigo, sólo quise gritar ¡la encontré! —dijo eufórico—. No tienes ni idea de cuánto he pensado en el porqué de mis sueños con una pelirroja a la que nunca he visto. No sabes las revistas que he mirado una y otra vez tratando de convencerme que eras una modelo a la que vi en algún artículo y hoy, así de la nada, cruzando una esquina, me tropiezas.
#3066 en Novela romántica
#659 en Fantasía
romance, fantasía drama misterio magia, fantasía almas gemelas
Editado: 15.10.2025