El Encuentro De Dos Almas

EL ENCUENTRO DE DOS ALMAS. 1

Un extraño sentimiento me acompañó lo que duró la semana. Haber visto a aquel hombre aparentemente fuerte, con un cuerpo bastante atlético, elegantemente vestido, con el rostro varonil, de barbilla cuadrada, caer frente a sus empleados de rodillas sólo porque yo, una extraña para él también, me marchaba de su oficina, causaba en mi mente una extraña desesperación.

Habían pasado ocho largos días, cinco de los cuales me había dedicado a tratar de conseguir empleo, pasando entrevista tras entrevista por lo que, cansada de todo, esa mañana decidí quedarme en casa, la misma que habían dejado mis padres para mí. En ella había vivido mis años de niñez y adolescencia, en ella estaban todos mis recuerdos; tomé uno de mis libros favoritos y me senté en el porche. Llevaba un rato largo leyendo cuando una bocina me hizo levantar la mirada. Un auto negro se detuvo frente a la vivienda; vi como un hombre vestido de traje bajaba de él, cuando se giró no podía creerlo, el señor Castaldi en persona me miraba con poca amabilidad.

Comenzó a avanzar hacia donde yo estaba; sin pensarlo, salté como si un resorte se hubiese activado en mi cómodo asiento, el libro dejó mis manos. Sentí miedo, traté de entrar corriendo a la casa, pero él me lo impidió.

—¡Espera! —gritó aferrándome del brazo, y con una gran tristeza en su voz continuó—. Llevo muchos días intentando saber de ti; he dado muchas vueltas hoy, hasta poder hallarte. Por favor, escucha lo que tengo que decirte, si no lo haces me veré obligado a pasar los días y las noches frente a tu casa. Aunque llueva a cántaros, aunque el sol decida torturarme, no me moveré de aquí sin que antes me escuches. Por favor, por favor —continuaba repitiendo. Me miraba fijamente; sus ojos no eran los mismos que vi unos días antes, había tristeza en ellos. Volví a sentir ese extraño sentimiento recorrer mi columna, mi piel se erizó de la misma manera y un hondo sentimiento de culpa me embargó.

—Pasa, voy a escuchar lo que tengas que decir, pero promete que luego dejarás de acercarte —empecé a andar y abrí la puerta.

—Disculpa —me dijo—. Pero eso es algo que no puedo prometer —pasó a mi lado y entró. Observaba todo como haciendo una inspección y, sin embargo, no sentí que estuviese actuando mal—. Es todo igual, todo está igual —susurró.

—¿Qué quieres decir? —no podía hacer otra cosa que hacerle esa pregunta, pues no entendía a lo que se refería.

—¿Puedo sentarme?

—Claro. Disculpe, señor Castaldi, ¿gusta algo de tomar? —al fin y al cabo, no podía ser maleducada, algo tenía que ofrecerle.

—“Señor Castaldi” —repitió—. Se escucha mucha seriedad en esa manera de llamarme. Puedes decirme Tony; pocas personas reciben de mí ese privilegio, llamarme por mi nombre. Pero ahora mismo, no hay otra cosa que desee más, que escucharlo de tus labios.

—Señor Castaldi —repetí, pues no podía llamarle de otra forma—. Diga ya lo que vino a decir y márchese, por favor. Desconozco su problema mental, pero ya me está asustando —nuevamente, soltó aquella risa que el primer día me mostró.

—Ay lindura, tengo la leve sospecha que eres tú quien va a lograr desestabilizar mi mente ¡hasta el punto de la locura! Soy totalmente cuerdo; me pasan cosas extrañas, eso no puedo negarlo, pero puedo comprobarte que no estoy mal de la cabeza.

—Ok. No está mal de la cabeza y yo tampoco quiero estarlo, así que, por favor, evítemelo —hice un gesto con mi mano para que él finalmente tomara asiento en uno de mis viejos sillones; yo lo hice en una de las sillas. No pude evitar recordar la elegancia de su oficina y compararlo con la simpleza de mi hogar.

—Tu casa es muy bonita, se siente una paz enorme aquí —cruzó una pierna sobre su rodilla y me sonrió, sus ojos parecían decirme mil cosas; mis manos comenzaron a temblar levemente y tuve que tomármelas para ocultarlo—. Cuéntame, ¿qué has hecho estos días aparte de sentarte tan plácidamente a leer en tu porche?

—No creo que sea de su incumbencia, señor; sin embargo, puedo decirle que no he parado de buscar un empleo que parece no encontraré jamás.

—Eso es porque saliste corriendo de mi oficina. A la fecha, ya habrías cobrado tu primer cheque —me dijo, aun sonriendo.

—¿Qué supone que es lo que hago?, ¿cómo iba a darme empleo si no sabe qué busco?

—Claro que lo sé —dijo como si de verdad conociera cada parte de mi vida—. Eres experta en finanzas, ¿olvidas que he soñado contigo?, en uno de mis sueños me lo dijiste —lo siguiente que supe es que todo se tornaba oscuro.

—Tranquilo señor, su novia está bien. Sólo fue un desmayo, pronto volverá en sí —escuché aquellas palabras mientras intentaba abrir mis ojos—. Esperaremos con calma el resultado de los exámenes, a lo mejor los premia Dios con un bebé.

—¡Qué! ¡Yo no voy a tener un bebé de este loco! —grité, e intenté levantarme de la camilla, pero él me lo impidió.

—Por favor, Lissa. Por favor, no te apresures; puedes caer y darme otro susto de muerte —sus palabras guardaban una mezcla de desesperación, enojo y tristeza. El médico me miró con una sonrisa tierna y me dijo: no se preocupe señorita, sólo bromeaba con su novio.

—¡No entiende que no es mi novio! Por Dios, sólo quiero largarme de aquí y que este hombre me deje en paz.

—Por favor doctor, déjenos solos un momento, necesito poner esta cabecita en su lugar antes de que debamos llevarla a otro lado del hospital —el doctor asintió, dio media vuelta y cerró la puerta al salir. Intenté nuevamente levantarme, pero el cambio en su mirada me hizo dudar.




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