El enemigo de mi corazón

Capítulo 3: La Humillación

AVELINE

Lo que vi dentro destruyó todo en un instante.

El aire de la biblioteca estaba cargado, espeso, casi irrespirable.

Un calor sofocante se mezclaba con el aroma del incienso encendido en las lámparas, pero nada de eso se comparaba con el frío gélido que me caló en el pecho al ver la escena ante mí.

Me detuve en seco. El corazón me dio un vuelco violento.

Aldric no estaba solo.

Estaba con otra mujer.

Una noble de cabellos dorados y piel de porcelana se encontraba sentada sobre su regazo.

Su cuerpo desnudo se arqueaba bajo sus manos, su vestido verde esmeralda se amontonaba en el suelo, olvidado.

Sus gemidos llenaban el espacio donde yo solía perderme entre libros y sueños infantiles.

Sus dedos se enredaban en su nuca, sus labios buscaban los suyos, como si se pertenecieran.

Y él no la rechazaba.

No.

Él la deseaba.

Sus manos firmes la sostenían de la cintura, su boca se curvaba en una sonrisa cómplice, hambrienta, impúdica.

Una risa que nunca había oído de su boca.

Esa sonrisa… jamás me la había dirigido a mí.

Las piernas de ella rodeaban la cintura de Aldric con descaro, sus pechos expuestos se alzaban con cada jadeo y su cuerpo se movía con una lentitud felina, empapada de deseo.

Sus caderas subían y bajaban, buscándolo, devorándolo.

Mis labios se abrieron, pero no salió sonido alguno.

No podía respirar.

La cabeza de la mujer cayó hacia atrás cuando él le mordió el cuello con evidente deleite. Sus manos la aferraban con fuerza por las caderas, marcando el ritmo del vaivén que llenaba el aire de un sonido húmedo, repetitivo, indecente.

—Aldric… —gimió ella—. Oh, dioses…

Él soltó una risa ronca, gutural. Una risa de placer y conquista.

El horror me atrapó en un abrazo cruel.

Mis manos se aferraron al marco de la puerta entreabierta, temblando, mi respiración entrecortada luchaba por no hacerme delatar.

Mi mente gritaba que me fuera, que no viera más, pero mis pies estaban clavados al suelo.

Si me veían, si él me veía... no podía soportar la idea.

Con un esfuerzo desesperado, retrocedí unos pasos y me oculté detrás de una de las enormes estanterías.

Desde allí, el mundo se desmoronó ante mis ojos, sus palabras, susurradas pero letales, llegaron hasta mí con una claridad cruel.

—¿Y la princesa? —ronroneó la mujer entre gemidos, su voz empapada de provocación.

—Aveline no significa nada para mí —Aldric respondió con una risa desdeñosa—. Esa niña no tiene nada que ver con esto. No sabría qué hacer con un hombre ni, aunque le enseñaras paso a paso.

Un puñal ardiente me atravesó el pecho.

—No importa cuánto se esfuerce, nunca despertará mi deseo. — Soltó.

Mi estómago se contrajo.

—¿Y qué hay de su cumpleaños? ¿No se supone que esta noche era para ella? —preguntó la mujer con diversión.

—Solo un formalismo —contestó con desdén—. Mi madre y la suya insisten en ese compromiso absurdo, pero yo haré lo que me plazca. Nadie me obliga a nada.

El mundo se inclinó bajo mis pies.

—Dicen que está enamorada de ti.

—¿Y qué? —murmuró él, con una mano deslizándose por la espalda sudorosa de la mujer—. Que se quede con su ridículo amor de cuentos. Esa chiquilla me sigue como un cachorro buscando atención. No tiene idea de lo que un hombre de verdad desea.

—Podrías fingir interés, al menos por esta noche.

—¿Fingir? —la interrumpió, y en ese instante la hizo girar de espaldas, inclinándola sobre la mesa donde alguna vez leí cuentos de caballeros y leyendas.

Ella soltó un jadeo agudo cuando él la penetró de nuevo sin pausa, con una fuerza que me hizo llevarme la mano a la boca.

— Fingir con alguien como ella sería una ofensa. No podría acostarme con Aveline ni con los ojos vendados. El simple pensamiento me repugna.

Me llevé la mano al pecho.

— Es tan… aburrida. Frágil. Llena de pecas, y con esa maldita cicatriz que arruina lo poco que tiene de bonita. No hay belleza en ella. Es solo un favor que nuestras madres acordaron. Un estorbo.

Mis rodillas flaquearon, la fuerza me abandonó.

Mi refugio.

Mi biblioteca.

Mi noche.

Una noche que debía ser mía, suya y mía.

Y él... me destrozaba en ella sin el menor remordimiento.

Desde mi escondite entre las estanterías, observé cómo Aldric empujaba con fuerza el cuerpo de la mujer contra los libros.




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