THERON
Habíamos planeado cada movimiento con precisión milimétrica.
Mi padre, el líder Varian, delineó los términos de esta tregua con la frialdad implacable de un estratega que ha enterrado a demasiados hombres para permitir errores.
A mí me correspondía ejecutar el plan. Sin desvíos. Sin vacilaciones.
Drakhar estaba cansado de la guerra, sí, pero no vencido.
Y sabíamos que Avaloria intentaría disfrazar su ambición con palabras pulidas y promesas diplomáticas.
Yo no permitiría que eso ocurriera.
Traía conmigo tres propuestas posibles para inclinar la balanza a nuestro favor.
La última de ellas: Una alianza matrimonial.
No era mi primera carta. Ni siquiera pensaba utilizarla.
Hasta que la vi.
Los muros de Avaloria se alzaban altos, decorativos, pero viejos. Hermosos en su arquitectura, sí, pero débiles por dentro.
Así también veía a su corte: orgullosa, refinada… e ingenuamente confiada.
Cabalgamos hasta la entrada principal sin dificultad. Los soldados de Drakhar marchaban detrás de mí, imponentes, disciplinados.
A cada lado del camino, los estandartes de Avaloria ondeaban al viento como si su sola presencia bastara para imponer respeto.
No lo lograban.
Nada de eso me impresionaba.
Excepto ella.
La vi en cuanto crucé las puertas del salón principal.
Entre rostros altivos y nobles empolvados, entre vestidos que brillaban como espejos y joyas que cegaban más que iluminaban, ella era diferente.
Una chispa rebelde en medio de un campo seco.
Y por eso mismo, me atrajo como una tormenta en medio de un cielo claro.
No era la más exuberante. No llevaba el vestido más ostentoso. No se comportaba como una de esas mujeres criadas para lucir.
Y, sin embargo, sus ojos verdes me atravesaron como una flecha certera, sin aviso.
Su cabello rojizo caía como fuego sobre sus hombros, rebelde, salvaje, vivo. La cicatriz sobre su ceja no empañaba su rostro; al contrario, la distinguía.
Era el tipo de detalle que otras esconderían bajo maquillaje o vergüenza. Ella no.
Y eso lo decía todo.
Era una marca de carácter. De historia. Una prueba de que no era una muñeca de porcelana como las demás.
No había postura forzada en ella. No intentaba agradar.
Tenía esa mezcla irresistible de fragilidad y orgullo que me obsesionaba.
Una belleza dormida. Salvaje. Todavía intacta.
Y las pecas… maldita sea. Como constelaciones sobre su piel.
No pude evitarlo. Mi mente la desnudó sin permiso, imaginándola bajo mi cuerpo, temblando, mientras contaba una por una esas pequeñas marcas que pintaban su piel pálida como un mapa secreto
Tenía un rostro que la mayoría de los hombres en mi tierra llamarían común, pero yo vi algo más.
Vi fuego contenido en sus ojos.
Un espíritu salvaje, enjaulado por miedos y reglas, que aún no había aprendido a arder.
Y yo sabía exactamente cómo encenderlo.
Caminé hacia ella sin prisa, cada paso firme y medido, sin desviar la mirada.
Quería que me sintiera antes de que la tocara.
Que supiera desde ese primer momento que yo no era como los cortesanos que la rodeaban.
—Princesa Aveline —dije, dejando que su nombre descansara en mi lengua como una promesa—. No esperaba encontrar belleza en la corte de nuestros enemigos.
Su reacción fue todo lo que necesitaba para confirmar mis sospechas. Su cuerpo habló antes que sus labios.
Se tensó. Se quedó sin palabras. Sus ojos bajaron… y luego volvieron a buscarme, como si odiara que la dominaran, pero no pudiera evitarlo.
La vi tragar saliva.
Sí, me había notado. Y no era indiferente.
Eso era suficiente por ahora, aún no era mía, pero ya la estaba sintiendo.
Fue en ese instante que supe cuál estrategia elegiría.
No pediría tierras. Ni rutas.
La quería a ella.
Y lo que yo deseo… lo reclamo.
Durante la reunión, fingí prestar atención a las negociaciones.
Pero mis ojos no la soltaron, mi atención estaba en ella.
La manera en que se esforzaba por mantener la compostura.
Cómo entrelazaba los dedos sobre su regazo, apretándolos hasta que los nudillos se volvían blancos.
Cómo desviaba la mirada… y luego la volvía a posar en mí, como si no pudiera evitarlo.
Inocente. Pero no ciega.
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Editado: 22.05.2025