THERON
Me encontraba en la habitación del ala de invitados que me habían asignado.
Me había costado un esfuerzo descomunal alejarme esa noche de la biblioteca, pero no tanto como la noche anterior, cuando ella apareció frente a mí en el jardín, vistiendo un camisón que no lograba ocultar sus deliciosas curvas.
Al principio, su aparición me dejó fascinado; después, una furia inesperada se apoderó de mí al imaginar que cualquier otro hombre podría haberla visto así: cubierta apenas por una prenda tenue que la separaba, de manera frágil y provocativa, de la desnudez absoluta.
Nunca antes había sentido la necesidad de ser celoso. Pero esa pequeña princesa pelirroja despertaba en mí los pensamientos más oscuros. Con solo dos días, mi instinto de posesión ya ardía bajo mi piel.
En Drakhar, las mujeres gozaban de la misma libertad que los hombres; allí, la virginidad no era un requisito ni un tema de conversación. Jamás me importó… hasta ahora.
Con ella todo era diferente. Por algún motivo, me obsesionaba la idea de que fuera pura, de que toda esa inocencia me perteneciera a mí y a nadie más.
Aquella noche, luché contra cada fibra de mi ser para no devorarla con la mirada como realmente deseaba. No quería asustarla. No aún.
Aun así, me grabé cada detalle en la memoria: la forma en que sus caderas se marcaban bajo la tela ligera, el leve temblor de su cuerpo bajo la brisa nocturna, y cómo sus pezones, endurecidos seguramente por el frío, se marcaban en un gesto de provocación inconsciente.
"Ojalá estuvieran así por mí", deseé con un ansia feroz ser la causa de su excitación.
Cerré los ojos y apreté los puños, luchando contra el impulso de ir tras ella, de atrapar esa pequeña y desafiante criatura entre mis brazos, de obligarla a mirarme como algo más que un enemigo.
Ella no tenía idea del poder que ejercía sobre mí.
No era consciente de cómo cada movimiento suyo, cada sonrisa tímida, cada mirada esquiva, iba tejiendo cadenas invisibles alrededor de mi voluntad.
Y ahora, atrapado en esta habitación lujosa pero fría, no podía hacer más que revivir su imagen en mi mente, castigándome con la visión de todo lo que deseaba y no debía tocar.
No todavía.
Me prohibí a mí mismo cruzar esa línea hasta que ella me invitara a hacerlo.
Porque Aveline no era una recompensa que pudiera tomar a la fuerza.
Ella era la batalla que debía ganar.
Y por ella, por esa mujer de fuego envuelta en seda, estaba dispuesto a arrodillarme ante ella si era necesario.
Mentí en la biblioteca cuando le dije que no esperaba encontrarla allí.
En realidad, había pasado el día entero dándole el espacio que necesitaba, manteniéndome al margen, observando en silencio. Veía la tensión en sus hombros, el caos que le provocaba ser el centro de esta negociación infame.
Pero no podía quedarme tranquilo sin verla, aunque fuera por un instante. No después de todo lo que había sucedido.
Así que seguí sus pasos, esperando el momento justo para acercarme.
No pensaba imponerme ni forzar nada. Pero tampoco era un idiota que se quedaría quieto, esperando que viniera por voluntad propia a mis brazos.
Tenía muchas ideas en la cabeza, ideas sobre lo que haría si volvía a quedar solo con ella, ya que su tentadora figura seguía rondándome la mente como un veneno dulce que no dejaba de corroerme.
Pero cuando noté su incomodidad en ese lugar, cómo sus manos se aferraban a los libros como si buscara una salida, descarté cada pensamiento impulsivo.
Por ella, debía ser algo más.
Algo que quizás nunca había sido antes: un caballero.
No quería corromper lo que ella estaba reconstruyendo.
Me acerqué lentamente, midiendo cada palabra antes de pronunciarla, como si un paso en falso pudiera espantarla.
Ella temblaba, aunque luchaba por mantenerse erguida. Una princesa forjada en fuego, no en porcelana. No como la habían querido moldear.
Cuando me miro, sus ojos verdes, estaban llenos de dudas, miedo... y algo más. Algo que me hizo desear arrebatarle todas sus cicatrices, todo su dolor.
Aveline no lo entendía todavía, pero esa furia, esa vulnerabilidad, era precisamente lo que la hacía diferente a todo lo que había conocido. Y por los dioses, si no hubiera sido por la guerra, por las coronas y los tratados ensangrentados, habría caído a sus pies en ese mismo instante.
Pero no podía. No todavía.
No mientras mis intenciones estuvieran manchadas de estrategia.
Sí, al principio la quería como pieza de paz.
Pero ahora empezaba a desearla por razones mucho más peligrosas.
Apreté los puños junto a mi costado, luchando contra el impulso de regresar, de tomar su rostro entre mis manos, besar esos labios rosados y jurarle que nunca sería un objeto para mí.
Que, si aceptaba ser mía, sería por elección, por deseo, nunca por necesidad o por estrategia.
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Editado: 22.05.2025