El enemigo de mi corazón

Capítulo 14: Verdades Dolorosas

aveline

No había forma de contener la furia que ardía bajo mi piel. Caminé por los pasillos como una llama errante, dejando detrás de mí el eco de mis pasos firmes y el latido de un corazón que no sabía si palpitaba de rabia o de humillación.

Cerré la puerta de mis aposentos con un golpe seco y me apoyé en ella, exhalando el aire como si fuera veneno.

—¡Qué desfachatez! —murmuré, con los puños cerrados.

Aldric. Siempre tan seguro. Siempre tan arrogante. Creyendo que podía alzar la voz en medio del salón, reclamarme como si aún tuviera algún derecho sobre mí.

No era por mí. No era por lo que alguna vez compartimos o lo que rompió.

Era por él. Por su reputación. Por su ego. Le ardía ver a Theron cerca de mí porque no soportaba que dejara de ser su sombra silenciosa y sumisa.

¡Y encima se atrevía a fingir preocupación!

Ya no era la princesa que alguna vez soñó con su primer baile con Aldric. No. Era una mujer con los ojos encendidos, la espalda recta y el alma cansada de ser tratada como un trofeo a disputar entre dos hombres.

Pero la diferencia entre ellos era abismal.

Theron no me reclamaba. No me exigía.

Me miraba como si no tuviera que convertirme en algo más. Como si lo que era —con mis cicatrices, mis pecas, mis dudas— ya fuera suficiente.

Y eso, eso me asustaba más que cualquier guerra. Porque empezaba a importarme. Más de lo que debería.

—No —me dije con firmeza—. No voy a dejar que esto me debilite. No otra vez.

Me acerqué a la ventana y miré los jardines oscuros. Allá afuera, la corte susurraba.

Seguramente ya habían tejido una nueva historia. La princesa que primero fue rechazada y ahora se encaprichaba con el hijo del enemigo.

¡Qué conveniente!

Lo que nadie sabía —ni sabrían— era que, por primera vez, yo tenía el control.

Y eso les daba miedo.

Incluido Aldric.

No era yo lo que quería recuperar. Era su poder sobre mí. Su certeza de que siempre lo elegiría a él. Pero ese tiempo había terminado.

Giré sobre mis talones, decidida. Si creían que podían silenciarme o venderme por tratados y alianzas, iban a descubrir que Aveline de Avaloria ya no era una niña ilusionada.

Inspiré hondo, obligándome a calmar el temblor en mis manos.

“No dejes que él te afecte” me repetí. “No otra vez.”

Había sido un día largo. Theron me había mostrado más de sí mismo y de su pueblo. Compartimos un momento íntimo, sincero. Descubrir que las cosas no eran como yo creía me había sacudido, pero también me había conmovido. Estaba agradecida de que se abriera conmigo, de que confiara en mí lo suficiente para mostrarme una parte de su verdad.

Yo también me había permitido bajar la guardia. Por primera vez, le confié pensamientos que ni siquiera compartía con mi familia. Hablar de mi dolor, de mis miedos y sentirme escuchada. A salvo. Fue reconfortante, extraño y peligroso.

Ya no lo veía como un enemigo. Tampoco podía llamarlo aliado. Pero de algo estaba segura: si las circunstancias fueran distintas, no me importaría llamarlo amigo.

Y, sin embargo, después de todo ese momento con él, después de sentirme comprendida, tenía que regresar aquí y enfrentarme a Aldric.

Como si nada más importara. Como si no hubiera una guerra en marcha, ni un tratado por sellar. Solo sus reclamos, su orgullo herido, sus celos absurdos.

Todo en él giraba siempre en torno a sí mismo. Egocéntrico, convencido de que el mundo —y especialmente yo— debía orbitar a su alrededor. Y ahora que ya no era el centro del mío, simplemente no podía soportarlo.

Una parte de mí reconocía cierta culpa en ello. Durante años, alimenté su ego con mi devoción incondicional. Lo admiré, lo idealicé, lo puse en un pedestal. Por eso ahora le resultaba inconcebible que ya no me tuviera en la palma de su mano.

Definitivamente, ese encuentro arruinó por completo mi humor. Tuvo el atrevimiento de llamarme descarada delante de mi hermano y de Theron. Sin pudor, sin consideración.

Sabía muy bien que no éramos iguales, que yo jamás me rebajaría a los juegos vacíos a los que él estaba acostumbrado. Pero ni eso lo detuvo de acusarme con arrogancia, como si aún tuviera algún derecho sobre mí.

Yo había sido criada con firmeza para convertirme en una reina digna. Me enseñaron que debía esperar al matrimonio para entregarme, que mi cuerpo y mi honra le pertenecerían solo a mi esposo.

No era como las mujeres que él llevaba a su cama con promesas vacías y miradas fugaces.

La sola idea de que me pusiera al mismo nivel que ellas me hervía la sangre y me repugnaba más de lo que podría poner en palabras.

Y aunque no me hubiesen educado así, yo era —como él mismo lo había dicho con desprecio— una romántica incorregible, una tonta que aún creía en el amor verdadero. En uno que ardiera hasta los huesos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.