El enemigo de mi corazón

Capítulo 17: La Caza del Corazón

theron

Todavía tenía la sangre caliente. El sabor del golpe en mis nudillos. La imagen de Aldric en el suelo, jadeando con el labio partido, no era suficiente. No bastaba. No después de lo que había hecho.

Lo había visto. La había tocado.

Ese idiota de sangre real la había lastimado, y si no lo maté esa noche, fue por ella.

Y por ella decidí quedarme.

Me fui de las caballerizas con la rabia aun latiendo en las venas, con mi voz gritándome que lo único que me importaba ahora era ella.

Aveline.

Si ella me había buscado, si había venido a mí, con los ojos cargados de orgullo y dolor, entonces yo me quedaba. No me importaban las consecuencias.

Esta noche iba a ser nuestra.

Y cuando la vi entrar en el salón, supe que no me había equivocado.

El mundo se detuvo.

El vestido rojo se aferraba a su cuerpo como si hubiera sido pintado sobre su piel. Cada curva resaltada con descaro y elegancia. Su escote era un pecado imposible de ignorar.

Y aunque no era vulgar —no, nunca lo sería—, el conjunto gritaba que ella ya no era una niña.

Que era una mujer. Una maldita reina.

Mi reina.

Y todo mi autocontrol se fue al infierno.

Los músicos tocaban, la corte reía, bailaban, fingían paz. Pero yo solo la miraba a ella. Mi mirada la perseguía por el salón, como un depredador acechando a su presa.

Mientras ella hablaba con su madre, sonreía a los invitados, caminaba junto a su hermano, yo notaba como ese príncipe de cartón la estaba observando.

Pero no podía acercarme aún. No así, no sin una excusa. No sin provocarlo todo de nuevo.

Entonces, mientras todos giraban y danzaban en medio del mármol pulido y las luces doradas, supe cuál era mi única oportunidad.

El baile.

Solo así podría tenerla cerca. Rozarla. Decirle lo que no iba a gritar frente a todos.

Así que esperé. Con paciencia. Con los puños apretados y los ojos fijos en su figura cada vez que se movía, cada vez que Aldric intentaba acercarse y ella, con una sutileza casi imperceptible, lo esquivaba.

Eso solo avivaba más el fuego en mi interior. Me demostraba que estaba eligiéndome, incluso si aún no lo decía en voz alta.

Para mi fortuna, fue ella quien se acercó primero. No perdí la oportunidad de invitarla a bailar. La tomé por la cintura, con respeto, aunque en realidad, eso era lo último que pasaba por mi mente.

Podía sentir el aroma de rosas que siempre parecía desprenderse de su piel. Esta mujer, sin siquiera intentarlo, despertaba en mí los pensamientos más oscuros.

Después de ese baile, no estaba dispuesto a alejarme de ella. Me resultaba casi divertido ver cómo intentaba esquivar las miradas de ese idiota con corona, creyendo que yo no lo notaba.

Y cuando llegó el momento, cuando la melodía cambió y las parejas comenzaron a formarse otra vez, no dudé. Toqué su mano con firmeza, con la seguridad de un hombre que ya no pensaba contenerse, y la guie hacia la pista.

Y ella, con esos ojos verdes ardiendo de emociones contenidas, simplemente se dejó llevar. No dijo una palabra.

En ese instante, supe que el infierno podía esperar. Porque esta noche ella era mía.

La toqué, esta vez sin miedo, sin reservas, y se lo dije al oído para que no quedaran dudas. Para que lo supiera.

Pero todo se vino abajo.

Lo supe desde el primer grito. No era una simple disputa. No era un accidente. Era una emboscada.

El caos se desató como una ola imparable, arrasándolo todo a su paso.

Sujeté a Aveline con fuerza, instintivamente, colocándola detrás de mí mientras mis ojos recorrían el jardín lleno de pánico y gritos.

Los bastardos habían elegido el momento perfecto: todos desarmados, expuestos, confiados.

Aveline temblaba. Podía sentir su cuerpo presionado contra mi espalda, su respiración agitada, su confusión. Pero no había tiempo para explicaciones.

—No te sueltes de mí, ¿me oyes? —dije con tono bajo, controlado, girando apenas para verla—. Pase lo que pase.

Ella asintió, los ojos brillantes de miedo, pero también decidida.

Vi a su padre alzar la voz, intentando organizar a los guardias. Su hermano ya había tomado su espada, combatiendo junto a soldados leales. Y Aldric, el maldito príncipe apareció entre la multitud, como si el caos no hiciera más que alimentar su presencia, cortando enemigos con su reluciente acero.

Mis manos ardían por una espada, pero no la tenía. Tenía a Aveline.

Y por los dioses, no iba a dejar que nada le ocurriera.

—¡Theron! —la voz de mi padre resonó entre el alboroto, su figura emergiendo entre la muchedumbre—. ¡Sácala de aquí!

Negué con la cabeza. No podía simplemente dejar el campo. No con ella así, tan vulnerable. No cuando cada fibra de mi cuerpo gritaba que debía protegerla hasta el último aliento.




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