El enemigo de mi corazón

Capítulo 18: Deseos no Dichos

aveline

Desperté con el leve crujido del fuego aún encendido contra mi espalda, su calor tibio acariciando mi piel. Por un instante, todo fue silencio. La calma del bosque, el murmullo lejano de las ramas agitadas por el viento, el olor a tierra húmeda y ceniza impregnando el aire, y su presencia.

Theron.

Abrí lentamente los ojos del todo y lo vi sentado junto a la entrada a escasos pasos de mí, vigilante, con la espalda recta, alerta como si no hubiera dormido. Su perfil recortado por la luz temblorosa del fuego parecía tallado en piedra: fuerte, imperturbable, familiar. Incluso en calma, había algo salvaje en él.

Sus ojos, grises como el acero al amanecer, me observaban en silencio. No con la frialdad de un enemigo, sino con algo más denso, algo que me apretaba el pecho.

Y entonces lo recordé todo.

La huida, el ataque. Sus brazos al alzarme como si no pesara nada, su voz grave diciéndome que estaba a salvo mientras me escondía entre los árboles. Su cuerpo, tan cerca del mío que el aire parecía quemar.

Y ese momento, ese instante cargado de tensión en el que nuestras respiraciones se fundieron y pensé que iba a besarme.

Pero no lo hizo.

Apenas rozó mi mundo con su presencia y luego se apartó, devolviéndome la libertad con una lucha silenciosa en los ojos. No dijo nada más. Solo se sentó a mi lado, como un guardián de sombras, decidido a quedarse despierto toda la noche.

Dormí a ratos, interrumpida por las imágenes del ataque, pero cada vez que abría los ojos, él seguía ahí.

Inmutable. Presente.

Me incorporé despacio, sintiendo el leve dolor de los músculos por la carrera de la noche anterior, y fue entonces que lo noté: el corsé. Estaba flojo, ligeramente deslizado hacia abajo, apenas sostenido por los cordones sueltos que él había aflojado cuando se lo pedí anoche.

—¿Dormiste algo? —preguntó con voz rasposa, como si llevara horas sin hablar.

Asentí, aunque sabía que ambos sabíamos que la noche no fue realmente tranquila.

—¿Ya es de día? —murmuré, sujetando el vestido contra mi pecho.

La tela del vestido no cubría como debía. Mis pechos, escasamente ocultos, parecían querer liberarse por completo con cada movimiento. No era vulgar pero sí intensamente sugerente.

Vi cómo sus ojos, antes enfocados en el bosque, se desviaron hacia mí. No dijo nada, pero los músculos de su mandíbula se tensaron y noté el cambio inmediato en su respiración.

—Lo siento —murmuré, girándome un poco para reajustar la tela, aunque mis dedos temblaban más de lo que debería admitir.

—No tienes por qué disculparte —dijo, con esa voz grave que parecía rozar cada rincón de mi piel—. Es difícil concentrarse con semejante tentación frente a mí.

Alcé la vista, sorprendida por su sinceridad descarada. Su mirada no tenía rastro de burla ni liviandad. Era hambre contenida. Deseo reprimido. Y eso hizo que mi pulso se descontrolara por completo.

No dije nada. Tampoco lo hizo él. El silencio entre nosotros vibraba con una tensión espesa, peligrosa, como si con solo una palabra más todo pudiera desbordarse.

Pero no pasó nada. Igual a todas las ocasiones anteriores.

Se levantó con un leve suspiro y me ofreció la mano para ayudarme a ponerme de pie. El contacto de su piel contra la mía fue eléctrico.

—Antes de que caminemos —dijo Theron, con voz baja y grave—, deberías dejar que te ajuste el corsé. No puedes andar por ahí con eso así.

Sentí cómo la sangre se me agolpaba en las mejillas. Sabía que tenía razón, pero el solo pensamiento de sus manos tan cerca otra vez, tan firmes, tan seguras, hizo que mi estómago se anudara.

—Puedo hacerlo sola —mentí, sabiendo que mis dedos aún temblaban y que con suerte lograría enredarlo peor.

Theron alzó una ceja, esa sonrisa ladeada y peligrosa apenas curvando sus labios.

—No te mientas, princesa —dijo, acercándose sin pedir permiso—. Déjame ayudarte.

Yo sostenía con firmeza la tela de mi vestido, como si soltarla fuera un acto demasiado íntimo para ejecutar sin permiso.

No esperó una respuesta. Me giró con lentitud, sujetándome por la cintura con una firmeza que no admitía discusión y colocó sus manos sobre el corsé, bajando lentamente hasta encontrar los cordones sueltos.

Sentí cómo sus dedos se deslizaban con precisión por los cordones, ajustándolos con una lentitud deliberada, cada movimiento preciso, medido y sin embargo, cargado de intención.

—Respira hondo —ordenó suavemente, tan cerca que su aliento rozó la piel expuesta de mi nuca.

Lo hice. O lo intenté. Pero el aire se atascó en mi garganta cuando tiró de los cordones con firmeza, acercándome un poco más hacia él con el gesto. Su cuerpo rozó el mío apenas, como si lo hiciera sin querer. Pero sabía que no había nada de accidental en él.

—Así está mejor —murmuró, su voz ahora más baja, más peligrosa—. No quiero que nadie más vea lo que casi vi esta mañana.




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