El enemigo de mi corazón

Capítulo 22: Verdad entre Reinas

aveline

El alba llegó envuelta en niebla. Y él ya no estaba.

Desperté con los labios aún sensibles, con el recuerdo ardiente de su aliento en mi piel y la sensación de sus manos en mi cintura como brasas dormidas bajo mi piel.

El calor que dejó en mí no se disipó con la noche. Había una marca invisible, un eco suave… y profundo.

Me miré al espejo sin reconocerme. ¿Quién era esa mujer de mejillas encendidas y ojos colmados de un brillo desconocido? Algo había despertado dentro de mí, algo que dolía… pero que también me sostenía.

El beso que compartimos no solo había tocado mi cuerpo, sino algo más hondo, más real.

Me levanté despacio, aún envuelta en las imágenes de la noche anterior: la forma en que sus dedos se enredaron con los míos, su mirada clavada en la mía como si pudiera leerme desde dentro y luego, su despedida silenciosa, antes de que alguien pudiera encontrarnos solos en la biblioteca.

El silencio reinaba en mis aposentos cuando una suave llamada a la puerta rompió la quietud.

—Mi princesa —dijo una doncella al asomar la cabeza—. La reina Isolde solicita su compañía. Desea pasear con usted por el jardín de los naranjos.

Parpadeé, la propuesta me sorprendió. No era habitual que mi madre pidiera compartir su paseo matutino.

Pero había una delicadeza inusual en la forma en que el mensaje fue entregado, una ternura silenciosa que me hizo asentir antes siquiera de abrir la boca.

—Dile que iré en seguida —respondí, mientras mi corazón latía un poco más rápido, aún bajo el hechizo de la noche que acababa de terminar.

El rocío aún brillaba sobre las hojas cuando crucé los arcos que daban al jardín de los naranjos. Mi madre me pidió caminar juntas por los jardines, hacía tiempo que no lo hacíamos, al menos no sin testigos ni obligaciones de por medio.

El aire olía a tierra húmeda, a flores recién abiertas y a fruta madura. Mi madre ya estaba allí, parada junto a un árbol florecido, sus manos cruzadas con elegancia sobre su cintura.

Se volvió al verme llegar. No sonrió, pero sus ojos brillaban con una calidez serena, como si supiera exactamente por qué estaba allí, y al mismo tiempo, me diera el espacio para no decir nada.

—Gracias por venir —dijo suavemente, señalando el espacio a su lado.

Caminamos juntas en silencio entre los senderos de piedra y los naranjos en flor, mientras la fragancia cítrica llenaba el aire con una dulzura amarga, casi nostálgica.

Por un instante, nos limitamos a contemplar los árboles, el leve vaivén de las ramas, el zumbido de una abeja perdida. El mundo parecía suspendido en ese rincón del palacio.

—¿Dormiste bien? —preguntó mi madre, rompiendo el silencio solo cuando estuvimos lejos de los muros del castillo.

—No del todo —respondí, sin mirarla.

—Lo imaginé. Tienes esa mirada… como si el alma te pesara más de lo normal.

No supe qué decir. Me limité a caminar a su lado, dejando que mis dedos rozaran las hojas húmedas de los naranjos.

—Este era tu lugar exterior favorito de niña — continuó ella, rozando con los dedos una rama en flor—. Solías esconderte aquí cuando te regañaba por leer por horas en la biblioteca o por romper tus zapatos trepando árboles.

Sonreí, apenas.

—Aquí sentía que nadie me miraba como “la futura reina de Valtaris”.

Mi madre se detuvo. Me miró con esa calma que solo una madre sabe sostener cuando por dentro ya ha entendido todo.

—Recogías naranjas pequeñas antes de que maduraran y decías que te gustaban más así, ácidas. “Saben a verdad”, decías.

—Creo que aún prefiero la verdad, por amarga que sea.

Ella suspiró hondo. Su perfil estaba sereno, pero su mirada cargaba el peso de muchos silencios.

—Aveline… sé que no ha sido fácil para ti. Y que mucho de lo que estás sintiendo ahora… lo has llevado sola.

Nos sentamos en la banca de mármol, bajo el viejo limonero. El mismo donde Aldric me prometió una corona de oro cuando apenas tenía nueve años.

—Tú eras la más ilusionada con la unión entre nuestras familias —murmuré—. Soñabas con verme al lado de Aldric desde que éramos niños. Lo escuché en tus palabras, lo vi en tus ojos cada vez que hablabas con la reina Eleonora.

—Sí —admitió, con una honestidad que dolía—. Porque creí que ese futuro te daría estabilidad, protección… poder. Porque lo que yo tuve al casarme, quise que tú lo tuvieras.

—Pero me disté un destino que no era mío —dije con voz quebrada—. Me criaron para ser la esposa perfecta de Aldric. Nunca fue una elección. Solo un camino trazado con tanta sutileza que no supe que podía decir que no… hasta que fue demasiado tarde.

Mi madre me miró largo rato. En sus ojos no había reproche, sino algo más profundo. Culpa.

—Tienes razón —dijo al fin, con la voz quebrada de sinceridad —. Te impusimos un rol que confundimos con amor. Y por eso, hija… lo siento. No debimos comprometerte sin darte la opción de elegir. No debí empujarte a un futuro que tal vez nunca fue para ti.




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