Desde que llegué a Avaloria, después de que mi padre me lo exigiera, no pensé que sentiría tantas malditas sensaciones al mismo tiempo.
Una orden directa, sin espacio a réplica. “Ve y recupérala. La necesitamos”, dijo.
La misión era sencilla: acercarme a Aveline, recordarle quién soy, quién fui siempre. Ella me ha amado desde que éramos niños, siempre ha estado allí, esperando. Me miraba como si yo fuera su sol, su destino, su todo. ¿Por qué eso habría de cambiar? Mi sola presencia bastaría para recordarle lo que siempre sintió por mí.
Toda su vida giró alrededor de eso.
De mí. De nosotros.
Había pasado el tiempo suficiente desde aquel suceso en la biblioteca. Su enojo, seguro, estaría disipado. Tal vez hasta me recibiría con ese orgullo torpe que siempre intentaba disfrazar sus sentimientos. Aveline no era rencorosa. Era delicada, dócil… fácil de leer.
Por eso era sencillo.
No tenía que seducirla como sugirió mi padre, ni esforzarme demasiado. Solo estar ahí.
Que me viera. Que recordara. Que volviera a su lugar: en la palma de mi mano. Donde siempre había estado.
Y sin embargo… no lo fue.
No la reconocí.
Todo estaba diferente. Ella estaba diferente.
No me miraba con los mismos ojos. No suspiraba. No temblaba ante mi cercanía como solía hacer cuando apenas entraba a una sala. Ni siquiera estaba enojada, lo cual habría sido mejor. Habría significado que aún le importaba. Pero no. Y eso fue lo peor.
Yo ya no le importaba. Su indiferencia era el verdadero castigo.
Porque Aveline ya no parecía querer nada de mí.
No estaba preparado para eso… ni para él.
Ese bastardo de ojos grises.
Theron.
Siempre aparece cuando no debe. Siempre está donde no lo quiero. Como un lobo acechando a su presa… o peor, protegiéndola.
No se aparta de su lado. Es su sombra, su escudo, su maldita compañía. Y cada vez que los veo juntos, mi estómago se retuerce con una rabia que no entiendo.
Estaba con ella todo el tiempo. Demasiado cerca. Demasiado cómodo.
Y Aveline… Aveline lo permitía. No lo alejaba. Le hablaba como si fuera alguien importante.
Como si mereciera su atención. Su tiempo. Su confianza.
Mi padre me envió aquí para controlar la situación, para reparar el compromiso. Pero no lo estoy logrando. No con él cerca. Y no. No era solo la orden de mi padre la que me ardía bajo la piel.
Era el orgullo. El mío.
Los rumores se esparcen como fuego entre los nobles. Que Aveline ríe con él. Que le toma el brazo. Que lo prefiere. ¡Que se la está ganando!
Por primera vez, yo era la burla.
¿Yo? ¿La burla de Avaloria?
¿Ella? ¿Mi antigua sombra, ahora reina de los susurros?
Los rumores no hablaban de mis conquistas, sino de ella… y de él. Del enemigo. Del bastardo. Del rebelde.
Yo era el príncipe prometido. El que todos esperaban ver a su lado. Pero era Theron quien la hacía reír. Quien la hacía bailar. Quien la acompañaba en los pasillos, en los jardines… en su maldita atención.
Intenté controlarme. Fingí paciencia. Fingí que no me afectaba.
Intentaba mantener la calma. Disimular. Ser el príncipe encantador que todos esperan. Mostrarle que sigo siendo su mejor opción. Su única opción.
Pero me consumía por dentro. Y ese imbécil lo sabía. Me miraba como si ya hubiese ganado. Como si Aveline le perteneciera.
Y todo se descontroló tras la emboscada, cuando supe que habían escapado juntos, algo se quebró dentro de mí.
Juntos. Toda la noche. Solos. En el bosque.
¿Qué hizo con él?
¿Qué le permitió hacer?
¿Aveline, la mojigata, entregándose así… a un hombre que no era yo?
Dicen que ya no era pura. Que él…
No. No podía ser.
Ella no haría eso.
No es así.
Siempre ha sido insulsa, tímida, reservada, tonta en lo emocional. Obsesionada con el honor y las normas. No se entregaría a un hombre que no fuera su esposo. Es decir, a mí.
No se atrevería. ¿Verdad? ¿Verdad?
Pero lo peor es que no era solo el orgullo lo que me dolía. Había algo más. Algo más oscuro. Más incómodo. Más visceral. Más humano. Una punzada de pérdida que no quería admitir.
Porque no podía negar lo hermosa que se veía esa noche del baile. Con ese infernal vestido rojo.
La música se detuvo. No sé si fue porque el laúd se desafinó o porque todos, como yo, contuvieron el aliento al verla entrar.
Jamás la había visto vestida así. La tela se ajustaba a sus caderas, fluía en su andar como fuego líquido. Y su mirada… ya no era la de la niña que me seguía por los pasillos, que se sonrojaba cada vez que le dirigía una palabra. Era la de una mujer que había dejado de esperar.
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Editado: 17.08.2025