
Esa misma tarde, mientras el Consejo brindaba como si aquel anuncio fuera motivo de gloria, yo me mantenía sentada en silencio, con las manos frías y la mirada perdida en el vacío.
Para ellos, era un triunfo político, una victoria estratégica, una muestra del honor de Avaloria.
Para mí, era una sentencia de por vida.
Una condena sellada con sonrisas hipócritas y copas de vino alzadas al cielo.
No estaban celebrando mi felicidad, sino el fin de mi libertad.
Era, además, una muestra abierta de su desconfianza hacia mí. En sus miradas había condescendencia, como si me vieran todavía como a una ingenua incapaz de pensar por sí misma, una joven fácil de manipular, vulnerable a las supuestas mentiras de un romance prohibido.
Creían que, de no atarme de inmediato a Aldric, terminaría traicionando Avaloria por un amor imposible.
Como si no hubiera aprendido ya, a fuerza de traiciones, que el amor puede ser un arma.
El anuncio oficial se dio en el gran salón del palacio esa misma tarde. Los heraldos proclamaron con voz solemne que en tres días se celebraría mi boda con Aldric de Valtaris.
Lo dijeron ante toda la corte de Avaloria, y también ante un grupo selecto del pueblo que había sido convocado para presenciar el momento. A la par, en Valtaris, seguramente otro heraldo repetía las mismas palabras, con idéntico tono de solemnidad y frialdad.
Yo escuchaba como si mis oídos estuvieran bajo el agua. Cada sílaba pesaba, cada frase me hundía un poco más.
Me sentía un fracaso. No por no haber logrado cambiar mi destino, sino por la humillación de ver cómo se festejaba algo que me destruía.
Aquellos aplausos, los brindis, las sonrisas complacidas de los consejeros… todo era una bofetada directa a mi orgullo. Todo aquello era una burla irónica del destino, un recordatorio cruel de cuál era mi lugar, cuál, según ellos, debía ser mi propósito en la vida y lo poco que mis deseos importaban.
Ese breve momento en el que había creído que podía alzar la voz, que podía elegir, que podía decidir ser dueña de mi propio destino… ya no era más que un recuerdo desvanecido.
Pensé que había ganado algo de libertad, que había conseguido al menos retrasar lo inevitable. Ahora veía que no había ganado nada: solo había pospuesto el golpe.
Nunca tuve opciones reales. Nunca pude defenderme sola. Y mi padre… aunque me amara, tampoco pudo hacerlo por mí.
Sí, es el rey, pero Avaloria no es una tiranía, y cuando todo el consejo se une en una decisión, ni siquiera su voz es absoluta. Ellos lo decidieron por unanimidad: la alianza con Valtaris debía sellarse ahora, sin demora.
Alegaban que ya se había esperado demasiado. Que, con veinte años, yo ya debía ser oficialmente la futura reina de Valtaris… y que incluso ya debería tener un heredero.
Así hablaban, con frialdad, como si yo fuera un campo fértil que habían olvidado sembrar a tiempo. Era lo común, decían, que las princesas se casaran a los dieciocho años. Como si fuera culpa mía que eso no hubiera ocurrido antes.
Yo, que hace unos años habría saltado de alegría si ese matrimonio se hubiera concretado, ahora lo veía como una prisión.
Antes, enamorada hasta la ceguera, habría corrido hacia el altar sin que me lo pidieran dos veces. Pero fue Aldric quien decidió esperar. Fue él quien, con sus eternas evasivas, retrasó el compromiso formal.
Y ahora, irónicamente, era él quien se apresuraba y yo quien ya no la quería en absoluto.
Cuánto había cambiado en tan solo unos meses. Qué diferente era mi corazón ahora. Mis sentimientos ya no le pertenecían. Tenían un nuevo dueño, uno que no estaba aquí para protegerme, pero que vivía en cada pensamiento y latido.
Tres días. Ese era todo el tiempo que me quedaba. Tres días en los que rogaba, con cada latido de mi corazón, que Theron llegara antes, que me encontrara, que me arrancara de este destino. Me aferraba a la fantasía de que huiríamos juntos, aunque eso significara renunciar a todo.
Me aferré a esa esperanza como quien se aferra a un hilo en medio de un mar embravecido.
Pero esa noche, mi madre entró en mi recámara, tan tarde que ya había cambiado el vestido de la corte por una bata ligera, y con una sola frase arrancó de raíz lo último que quedaba de ese frágil consuelo.
La vela de mi mesa de noche proyectaba su sombra alta y elegante en la pared, mientras su perfume de jazmín llenaba la habitación. Llevaba un vestido de terciopelo azul oscuro, y sus manos estaban entrelazadas frente a su vientre, como si se preparara para darme una noticia que no quería dar.
—Hija… —su voz era suave, pero tensa.
Me senté en el borde de la cama. Algo en su mirada me hizo sentir un nudo en el estómago.
—¿Qué ocurre? —pregunté, intentando que mi voz no temblara.
Ella tardó en responder, se acercó, y sus dedos tocaron mi mejilla con una delicadeza casi dolorosa. Tenía los ojos brillantes, no sé si por lágrimas contenidas o por cansancio.
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Editado: 17.08.2025