
Las campanas repicaban con una solemnidad que pretendía ser alegría, pero para mí sonaban como golpes de martillo sobre un ataúd.
El mío.
Las flores blancas colgaban de los arcos del salón del trono, y el dorado de las coronas que reposaban sobre la mesa central parecía burlarse de mí, recordándome que ya no era libre.
Que ahora pertenecía a Aldric.
Esa corona sobre mi cabeza, símbolo de mi nueva posición como princesa de Valtaris y futura reina, brillaba bajo las luces del salón. Para todos era un honor; para mí, la cereza amarga sobre el pastel de mi humillación, incluso peor que el peso frío del anillo en mi mano.
La ceremonia de celebración fue impecable: música de cuerdas, copas rebosantes de vino, banquete abundante… y una corte que sonreía con falsedad, demasiado ocupada fingiendo felicidad como para notar que yo estaba hecha de hielo por dentro.
Con la cabeza erguida, sin importar lo que llevaba encima, soporté toda la celebración.
No iba a mostrar ni una gota de mi dolor.
Si alguien esperaba ver una lágrima, una mueca de tristeza o cualquier indicio de debilidad, no lo encontraría. Pero tampoco verían una sonrisa que no tenía.
Lo único que verían sería a una reina: una mujer que cumplía su deber con dignidad… y nada más.
Pasé la mayor parte de la celebración junto a mis padres, no solo porque eran mi único refugio y mi lugar seguro, sino porque sabía que esas serían nuestras últimas horas juntos.
Mañana partirían de regreso a nuestro hogar y yo me quedaría aquí, sola.
—Sonríe, hija —me susurró mi padre en el oído con pesar mientras paseábamos por el salón, recibiendo felicitaciones hipócritas—. Todos te miran.
—Entonces que miren —respondí sin alzar la vista—. Y que sepan que no hay nada que sonreír.
Fue imposible evitar el contacto con Aldric.
El único momento en que me separé de mis padres fue para realizar el baile real: el primero como esposos.
Por mucho que quisiera, no podía rehusarme.
Lo odié todo: sus manos firmes en mi cintura, el compás de sus pasos junto a los míos, las miradas expectantes y las sonrisas hipócritas de la corte mientras nos observaban.
Lo único que pude agradecer fue su silencio; tal vez mi mirada le dejó claro que lo último que necesitaba eran sus palabras.
La música era dulce, pero cada giro me apretaba más el nudo en la garganta. Él me sostuvo con firmeza, y yo me dejé guiar como una prisionera que camina hacia la horca.
No era esto lo que me había imaginado.
En mis sueños, este era el mejor día de mi vida.
Creía que me casaría enamorada, con el corazón latiendo tan rápido que apenas podría respirar, con una sonrisa imposible de borrar, riendo y bailando hasta que el amanecer nos sorprendiera.
Me veía tomada de la mano de mi compañero de vida, sintiendo que el futuro nos pertenecía, que el amor era un escudo contra todo.
Imaginaba a mis padres con los ojos brillantes, rebosantes de orgullo, incapaces de ocultar la emoción al verme vestida de novia.
A mi hermano, estrechándome en un abrazo fuerte, prometiéndome que siempre me protegería, aunque ya no viviera bajo nuestro techo.
Escucharía sus bromas, las risas de mis primos, las felicitaciones sinceras de amigos que habrían llegado desde lejos.
Soñaba con un banquete en el que cada mirada sería cálida, cada copa alzada sería por nosotros… por un “nosotros” que en mi mente siempre estaba hecho de amor y esperanza.
Pero nada de eso estaba aquí.
En lugar de alegría, había un silencio hueco entre las notas de la música.
En lugar de amor, un contrato sellado con oro y política.
En lugar de abrazos sinceros, miradas calculadoras.
La corona sobre mi cabeza no era un honor, sino una cadena forjada con orgullo y humillación.
Soporté las felicitaciones hipócritas, el roce de su mano sobre la mía, el peso de todos los ojos sobre mí.
Si antes había soñado con bailar entre risas y amor, ahora giraba al compás de un vals que sonaba como una marcha fúnebre.
En el banquete, las copas chocaban, las risas resonaban, y mi vestido —pesado, sofocante— se sentía como una armadura contra el mundo, un muro que mantenía a raya cualquier emoción.
En algún momento, el rey Cedric levantó una mano y el murmullo del salón se apagó.
—Quiero brindar por esta unión —proclamó, su voz grave y ceremoniosa—. Nuestros reinos han sido prácticamente una sola familia durante décadas, sin necesidad de un matrimonio para sellarlo. Pero hoy… —pausó, sonriendo con esa autoridad que llenaba el aire— hoy puedo decir que esta unión nos convierte oficialmente en familia de sangre, y nada me alegra más.
Las copas se alzaron entre vítores y aplausos, pero yo apenas moví la mía.
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Editado: 17.08.2025