Puedo recordar aquellos días como si se tratara de ayer...
En compañía de tres amigos, nos internamos en los bosques de mi pueblo; atravesamos varios esteros preciosos, y recorrimos cuidadosamente el sendero. Era difícil, pero sabíamos que el premio final lo valía... una magnífica vista que incluía el vasto mar como fondo.
Subímos por el gran cerro mirador; es uno tan alto que puede verse todo el pueblo desde él, y por eso su nombre.
Entonces, al llegar a su plano, exhaustos, nos tendimos en la pradera preciosa que ahí estaba.
Sacamos nuestras botellas de agua mineral y, haciendo un salud, saciamos nuestra sed, mientras fuimos testigos de la belleza que el pueblo ofrecía al lado del infinito océano.
Poco nos duró nuestra alegría, pues de pronto, escuchamos un estruendo cercano, y no demoramos en darnos cuenta de que se trataba de disparos.
Eran tres jinetes, que salieron desde los árboles cercanos, y uno de ellos traía un rifle, el que volvió a disparar al aire. Tenía una chupalla, y vestimenta campestre, pero muy limpia y elegante; típica de los hacendados chilenos.
Al verlos, mis amigos quedaron aterrados; ninguno se movía a mi lado. Por otro lado, yo... ¡Qué asustado estaba! No obstante, atiné a ponerme de pie y levantar mis manos.
—No dispare, amigo... Por favor.
Mi tono fue muy suave y amigable; siempre intentando calmar la situación. Entonces, continué:
—Somos solo cuatro jóvenes amigos que vienen del pueblo, haciendo paseo por los cerros conlindantes...
Él nos miraba en silencio, paseandose lentamente a nuestro alrededor.
—Créame: Jamás fue nuestra intención hacer daño en sus terrenos; somos muchachos sanos.
Puedo recordar que el tipo se acercó con su caballo a nosotros, dando un par de vueltas, sin perdernos la vista, y ahí... solo en ese momento, bajó su rifle. Dio un grito de orden a su obediente caballo ocre, y comenzó a retirarse junto a sus compañeros, desapareciendo en la espesura del cerro en un santiamén.
—Ese es el huaso que mata a las culebras —dijo poco después Damian, uno de mis amigos, aliviado ya.
—Sí —afirmó Sergio—. Dicen que cada vez que ve una, la mata inmediatamente.
Yo, al escuchar de aquello, quedé bastante intrigado. Fue ahí que me contaron todo a detalle...
—Tiene su caballo adiestrado... —indicó Roberto—. Si se le cruza una, la bestia se abalanza hacia ella hasta que ya no se mueve más.
Aquel día nos quedamos hasta ver el ocaso desde los cerros. La puesta de sol fue magnífica.
Cuando ya se nos hizo tarde, comenzamos el tramo de regreso, bajando por los senderos.
La oscuridad de esos bosques comenzaba a bañarlo todo. Solo el cielo estaba crepúsculo; lo que de día era tan bello como una pintura, de noche pasaba a ser espeluznante.
De pronto, tuvimos que pasar obligadamente por un acantilado, cuyo camino en sus orillas era muy estrecho. Hacia abajo, solo había árboles.
Se decía que las sombras entremedio de ellos podían confundir la vista... Y lo afirmo, pues yo creí ver la silueta de una muchacha, que nos miraba desde la espesura; juraría que era rubia, y estuve seguro que sus intensos ojos eran azules o verdes; vestía de arapos, o al menos eso parecía, pero su tez blanca se distinguía con especial brillo.
Al llegar a la salida de los bosques, les conté aquello que vi, y fue entonces que Sergio comenzó a relatar:
—Cuando la colonización de los españoles estaba comenzando en esta zona, varios soldados dejaron en sus bitácoras registros de haber avistado a una muchacha con esa descripción en lugares inaccesibles por el hombre.
》Tú afirmas que la viste entre los árboles del acantilado y, para que alguien pudiese llegar ahí, tendría que contar con herramientas de alpinista; de otro modo es imposible.
Pasaron los días, y yo fui de incursión nuevamente al cerro mirador.
Sí, lo hice solo; quería recorrer los senderos y disfrutar de la naturaleza.
Cuando el camino principal terminaba, en la falda del cerro, se cruzó algo por mi camino. Era... ¡una culebra!
La vi reptar, mientras atravesaba el camino desde un extremo a otro. Sus escamas eran verdes y brillantes, y era dueña de un tamaño considerable, comparada con las que antes yo había presenciado.
De pronto, casi llegando al otro lado, se detuvo, y levantó su cabeza para mirarme; por alguna razón, mi espalda se comenzó a sentir helada, y mis movimientos no respondían; un miedo se fue apoderando de mi ser lentamente.
Yo sabía que en mi país no existen culebras venenosas, pero a pesar de eso, mi temor no disminuía.
Observé que sacó su lengua un par de veces, y luego, poco después, reanudó su paso.
Los lugareños hablaban mucho de raros avistamientos con aquella culebra, más grande que las otras. Se decía que los aborígenes que habían habitado antes la región, los Promaucaes, la consideraban sagrada.
Yo, con un pánico que todavía no cesaba en mí, me arrepentí de mi viaje, y comencé mi camino de vuelta.
Iba llegando a la entrada del bosque, y de pronto, vi al mismo tipo... Sí, al jinete armado que nos encontramos en el cerro, en días anteriores; venía en su caballo, quizás luego de haber visitado las tabernas del pueblo.
Yo lo saludé respetuosamente y con ímpetu, pero él solo movió su cabeza en respuesta, sin dejar su seriedad característica, pasando a mi lado para continuar su retorno a casa.
De pronto, una preocupación invadió mi ser; aquel hombre ha matado a toda culebra que se le cruza, y es obvio que iba a hacerle lo mismo a esa más grande si la llegaba a ver; lo haría déspotamente, sin cansancio o algún miramiento, y solo se iba a detener hasta destrozarla.
Aprovechándome de que el hombre iba a paso lento, corrí por la espesura en los costados, calculando poder interceptar al reptil antes de que el jinete llegara, para así espantarle de algún modo, y salvar su vida.