Después de desayunar se dirigió hasta la sala de Comando de Controladores para que se cambiara su controlador de sueños al no sentirse bien de salud. Joshua, el mentor nocturno que estaba de guardia esa mañana la recibió con su actuar tranquilo y paciente.
Jara se sentó en una sillita de cristal suspensora y observaba al hombre alto, rubio y acuerpado que llevaba puesta una bata blanca de mangas largas manipular el microchip que flotaba con una luz azul clara que lo rodeaba. Él usaba guantes de látex y unas gafas transparentes, con sus ojos azules intensos posados con entera concentración en la manipulación del controlador.
—¿Le han continuado los vómitos de sangre, señorita Jara? —preguntó Joshua sin dejar de estar en lo suyo, ahora tecleando en una pantalla flotante de cristal.
—Llevo dos semanas sin presentar síntomas —informó—, pero me he vuelto a sentir descompensada. Pronto serán los exámenes de admisión y necesito estar bien.
—Le recomiendo que vaya con el doctor —comentó Joshua, ahora con el pequeño microchip en su mano derecha, observó fijamente a Jara y le mostró una sonrisa educada—. Debe ir con un doctor, aunque siga mis recomendaciones, yo no soy un médico.
—Joshua, a usted le hace falta el título de médico nada más —soltó Jara—, me comprende mejor que mi propio doctor.
El mentor nocturno se acercó hasta estar detrás de Jara, ella recogió su cabello con las manos y así Joshua pudo desinstalar el controlador de sueños viejo y colocar el nuevo.
Jara hizo un gesto de dolor al sentir un ligero pinchazo cuando el hombre sacó el controlador de su nuca e implantó el nuevo. Llevaba tres años reemplazando continuamente los controladores, todos ellos duraban poco y le producían fuertes malestares en su cuerpo, llevándola al colapso total.
Se veía con Joshua hasta dos veces por semana y el joven sabía más de su estado de salud que sus amigos más cercanos.
—¿Por qué los controladores están durando tan poco últimamente? —preguntó Jara.
—No es que duren poco, señorita Jara, usted los está sobrecargando mucho —explicó él mientras se dirigía a una mesa suspensora de madera llena de herramientas interdimensionales.
—Llevo el mismo ritmo de vida que cualquier decano —comentó Jara—, los controladores no deberían dejar de funcionar tan rápido. ¿No tendrán algún daño?
Joshua no respondió a la pregunta inmediatamente, permanecía inmutable, con su capa de tranquilidad característica. Volvió a desplegar una sonrisa educada.
—Señorita Jara, es el CCI, la segunda mejor academia del mundo, ¿cree que permitiría que sus mejores decanos usen controladores que contienen fallas? —cuestionó.
—Entonces el problema sigo siendo yo —soltó Jara con amargura.
—Le recomiendo que descanse y vaya con su médico de cabecera —opinó él.
Jara no objetó, entendía que un mentor nocturno nunca aceptaría que uno de sus controladores tenía fallas; sería como pedirle a un cirujano que admitiera que no sabe operar. Sin embargo, en los últimos meses ella empezó a sospechar que el problema podría radicar en los controladores, pues a veces en dos o tres días ya sufría malestares.
Después que Joshua terminó de programar el nuevo controlador, Jara salió de la sala de Comando de Controladores, palpó con una mano el dispositivo, sintiendo su piel maltratada e hinchada por la implantación.
Algo no estaba bien, podía presentirlo.
Al avanzar por el pasillo y cruzar en una esquina en dirección a la derecha, se encontró a un metro de distancia al decano Marcow, el viejo pálido con enormes lentes y postura casi jorobada la saludó con una leve inclinación de cabeza.
—Señorita Jara —dijo con su voz temblorosa y ronca.
Pero ella lo ignoró por completo, tornando su rostro más serio de lo normal y avanzó con mucha más rapidez que antes. El anciano volteó a observarla y desplegó una sonrisa ladina.
—Arrogante como siempre —dijo para sí.
Jara sabía que el hombre de edad la observaba y esto hizo que sus adentros se revolvieran por la repulsión.
Segundo periodo del año.
Seis meses antes de la prueba anual de Soñadores Oficiales:
Adem se encontraba frente al papel blanco. Rodó lentamente la mirada al reloj de péndulo que se encontraba en la pared blanca. Faltaban pocos minutos para que se acabara el reporte de solicitud.
No lograba evitarlo más, había llegado el momento de decidirse. Lo estuvo esquivando por años y, aunque sus padres y maestros intentaron no agobiarlo con la pregunta de qué carrera tomaría al momento de graduarse, tenía conocimiento de que estaban esperando a que se decidiera.
La sola idea de saber que debía escoger un rumbo para su vida, aplicar a una universidad o academia, le generaba pánico. Su psicóloga le había dicho que era normal que se sintiera ansioso, porque se trataba de una decisión importante.
En el colegio desde hace dos años atrás lo estuvieron preparando en muchas áreas para que lograra encontrarse consigo mismo. Y de cierta forma sintió una gran ayuda: el que no lo presionaran con obligaciones en alguna asignatura lo motivó y así no se sintió tan ansioso; el poder escoger las clases en último año lo preparó para enfocarse; además, el recibir terapia psicológica esos tres años lo ayudó a comprenderse mejor y fortalecer sus falencias.