El entrenador Milton era un hombre corpulento, blanco, de ojos color miel, calvo, usaba camisillas grises de mangas cortas, así que sus prominentes brazos estaban a la vista, creando un gran contraste entre los delgados y desgarbados estudiantes de primer año.
Le gustaba entrenar a los estudiantes al aire libre, frente al lago, algo que era bastante bueno, porque podían ver el amanecer y de cierta forma era un ambiente relajante. Sin embargo, él hablaba al estilo militar, así que parecía como si siempre estuviera gritando, algo que molestaba a Adem, porque odiaba que le gritaran.
—Así que tú eres el dichoso niño genio que reclutó el capitán Yakov —dijo mientras ponía las manos en su cintura y lo barría de pies a cabeza.
Los veinte estudiantes estaban en línea recta y el entrenador Milton los observaba fijamente, pero se había detenido en Adem y lo observaba con mucha más atención.
—El capitán Yakov me ha pedido personalmente que te dé entrenamientos intensivos —informó—. Así que te tendré en la mira, Adem. Ahora eres un debilucho niño de diecinueve años que le terminará sangrando la nariz en cada entrenamiento por lo mal alimentado que está. En este momento das vergüenza. Pero conmigo vas a aprender lo que es la verdadera resistencia física y mental. De ahora en adelante harás el doble de los entrenamientos de tus compañeros y te quedarás una hora más que ellos, ¿entendido?
Adem tragó en seco y sintió la sangre caerle a los pies. ¿Debía agradecer o maldecir? Aún no comenzaba los entrenamientos, pero ya le asustaban. Además, sus compañeros musitaban palabras como “terrible” y frases de tipo “no quiero estar en su lugar”, así que eso ya decía mucho.
—¡¿Entendido, Adem?! —gritó el entrenador Milton en su rostro.
—¡Sí, señor! —aceptó Adem.
Y sí, era la pesadilla encarnada. En todo el entrenamiento, Milton estuvo cerca de él, gritándole, pidiéndole que repitiera las rutinas hasta cinco veces.
En el calentamiento, los puso a todos a correr alrededor de una enorme cancha de fútbol y todo ese tiempo estuvo al lado de Adem y Alejandro, el cual también tenía entrenamiento intensivo al sufrir de sobrepeso. Les gritaba para que no bajaran la velocidad.
—¡Corren como ancianos! —les decía—. ¡Si siguen bajando la velocidad le darán cien vueltas más a la cancha!
Después, cuando todo el grupo hacía sentadillas, les pidió a Alejandro y Adem que hicieran el doble de series y así lo hizo con todo el entrenamiento. Por último, cuando el grupo se fue a descansar, ellos se quedaron haciendo más ejercicio, pero esta vez eran un poco diferente, porque les pidió que intentaran subir una rampa de metal que se veía bastante lisa y húmeda.
—Se podrán ir cuando lleguen arriba —informó el entrenador Milton.
Ya había salido el sol y les caía sobre sus cabezas. Aquella rampa brillaba y debían tomar impulso para intentar subirla, pero, desde el primer intento, se resbalaban o perdían el equilibrio y volvían al principio.
Alejandro se veía rojo, tenía todo el uniforme deportivo empapado de sudor. Adem estaba igual y le dolía el abdomen, no sabía la razón, pero aquella rampa hacía que trabajara todo el cuerpo y al tener que tomar impulso hacía que apretara el abdomen y le generaba mucho dolor.
A la media hora, los dos jóvenes estaban gritando al tomar impulso para tratar de subir la rampa que siempre los obligaba a resbalarse.
A los cuarenta minutos, llegó Issis ya cambiada con el uniforme de diario y comía una hamburguesa. Aquello frustró mucho a Adem, porque verla cambiada le informaba que ya no tenía oportunidad de descansar después que terminara su entrenamiento.
—¡Vamos, Adem, quiero verte en la punta de esa rampa! —gritó el entrenador Milton mientras corría hasta él.
Adem tomó impulso y volvió a correr.
Ese día no pudo llegar al a cima de la rampa, era prácticamente imposible al ser lisa y resbalosa.
Odió el entrenamiento y deseaba con todas sus fuerzas que la maldita rampa no existiera, porque al día siguiente debía volver a subirla (o intentar subirla).
Aunque tenía el consuelo de no ser el único que entrenaba con tanta intensidad. El desdichado Alejandro salió llorando de aquel entrenamiento con las mejillas rojas, hinchadas por el calor.
—No creo poder con esto —decía Alejandro.
Estaban en el baño, Adem se terminaba de cambiar con el uniforme y Alejandro permanecía sentado en una banca metálica envuelto a media cintura con una toalla pálida.
—No creo poder con esto —volvió a decir Alejandro—. ¿Por qué a mí? ¿Es que acaso no pueden los gorditos estar en la academia?
—Lo hacen por tu salud —comentó Adem—. Con el tiempo verás que te servirá. Dijiste que en los exámenes médicos te apareció el colesterol alto, ¿no?
—Pero… —Alejandro inclinó la mirada—. No creo poder hacerlo…
—Estás conmigo, te ayudaré cuando no puedas más —consoló Adem y se sentó a su lado—. ¿No has pensado en cómo podrías verte si estuvieras en forma?
—Toda mi familia es gorda, así que nunca me he visto de otra forma.
—Bueno, serás el primero en tu familia en estar en forma, eso es algo muy positivo.