Era la primera vez que Diana estaba a solas con el decano Marcow, se sentía honrada, pues el soñador casi nunca pedía a sus pupilos hablar en privado y si lo hacía, era porque les encargaría tareas importantes.
Llegó a la hora citada a la gran biblioteca de la mansión, aún llevaba el uniforme de la academia, pues no le dio tiempo de ir a cambiarse de ropa. Esperaba que esto no fuera tomado como una falta de respeto.
Pero todas su animosidad y expectativa fue derrumbada cuando encontró en la biblioteca a Marcow siendo acompañado por Joshua. Maldito lameculo, jamás se separaba de Marcow.
Diana se forzó a seguir sonriendo e hizo una elegante reverencia.
—Mi señor —saludó, ignorando por completo a Joshua que estaba sentado a la derecha del anciano.
—Levanta la cabeza… Humm… Diana… —pidió Marcow.
La jovencita así lo hizo y desplegó una sonrisa que mostraba sus dientes perfectos.
—Humm… te mandé a llamar porque… —El viejo la barrió de pies a cabeza. Demasiado bella y ambiciosa—. Tu papá te ha recomendado para… que seas entrenada… para ser aspirante al poder Sombras.
Un golpe de miedo lastimó el pecho de la muchacha. Intentó que su reacción no le descontrolara los nervios y se forzó a seguir mostrando su sonrisa. Sin embargo, no podía dejar de pensar en los veinte soñadores muertos hacía días atrás, sin contar a los cien estudiantes que fueron reunidos de las diferentes academias y murieron en el entrenamiento.
—Humm te haremos una prueba para saber si… eres capaz de soportarlo… —informó el anciano.
La respiración de Diana se agitó. Quería negarse, pero era evidente que no era una opción, sí o sí la iban a poner a prueba.
Entonces, las puertas de la biblioteca se abrieron y unos empleados trajeron una mesa de madera llena de objetos de tortura.
Diana no pudo fingir, la habían tomado por sorpresa.
Joshua se levantó de su puesto y se acercó a ella sin ningún tipo de emoción en su rostro.
Diana comenzó a temblar y se abrazó a sí misma. No dejaba de observar la mesa que habían puesto frente a ella. Había látigos, pinzas, cuchillos, martillos, puntillas de todos los tamaños, además de una variedad de agujas de todos los tamaños.
Joshua tomó un clavo de acero y un martillo. La observó por un instante, dilatando más el momento de terror para la jovencita.
—Extiende la mano derecha sobre la mesa —le ordenó.
Ella no podía caminar, las piernas le temblaban tanto que sentía que en cualquier momento iba a orinarse y caer al suelo.
—¿No lo harás? —cuestionó Marcow.
Diana reaccionó y dio un paso al frente, después otro. La orina le corrió cálida por las piernas. Extendió la mano derecha y Joshua la tomó con decisión, acomodándola en una esquina de la mesa.
Entonces el joven rubio acomodó la puntilla sobre la delicada piel de Diana y comenzó a martillarlo. Ella apretó los dientes hasta que le rechinaron, pero se aguantaba las ganas de gritar.
Entre martillazo y martillazo, Diana cerraba los ojos, recitando mentalmente lo enseñado dentro de la logia. El dolor es un abrazo de la vida, un paso que te acerca al poder que buscas.
Entonces al abrir los ojos, sintió que podía controlar el miedo en su cuerpo. Aunque fuera consumida por una capa de sudor, logró controlar su respiración y sus piernas dejaron de temblar.
Marcow se acomodó en su puesto, curioso por el giro que acababa de tomar el examen hacia la jovencita.
Joshua tomó la otra mano de Diana y la colocó en la otra esquina de la mesa, martillándola. Pero la joven no emitió sonido alguno, todo lo contrario, entre más atravesaba la puntilla su carne, ella más lograba contenerse.
El joven la observó con detenimiento, después paseó la mirada por los objetos sobre la mesa y decidió tomar la pinza.
—¿Crees que puedes controlar el dolor en tu cuerpo? —le preguntó—. Ni siquiera he comenzado.
Pero Diana no dijo palabra alguna.
Joshua con ayuda de las pinzas empezó a arrancarle los dedos de sus manos, uno por uno, haciéndolo lo más lento posible.
Por un instante Diana apretó los dientes con fuerza y todo su rostro se tornó rojo. Aunque logró entender que era a causa de estar observando cómo le arrancaban los dedos, así que cerró los ojos y se concentró en recitar lo enseñado por su maestro.
—Interesante —susurró Marcow y desplegó una sonrisa de complacencia.
Cuando Joshua le hubo arrancado todos los dedos de las manos, procedió a tomar el látigo de la mesa, el cual tuvo que escurrir con sus manos, pues estaba lleno de la sangre derramada por Diana.
—Suficiente —avisó el anciano.
La joven abrió los ojos de golpe. ¿No había pasado el examen?
Marcow se acercó, manteniendo las manos detrás de su espalda.
—Mi señor —soltó la joven—, permítame seguir, le demostraré que soy lo suficientemente fuerte como para ser digna de ser su estudiante.
Diana se arrodilló, sin importarle que cada movimiento que hacía producía que un intenso dolor en sus manos la consumiera.