La gallina me sigue a todos lados, no importa cuán rápido corra o lo lejos que me esconda, ésta siempre logra dar con mi paradero. En cambio, desde que George intentó obligarla a volar, huye de él despavorida cada que se lo encuentra en el camino. Es un animal bastante apegado, descubrí que le gusta que la acaricie y que le aviente maíz, se lo come a la velocidad de la luz; y ella por su parte, nos dota de unos huevos exquisitos cada nueva mañana. Aunque la parte asquerosa es limpiarlos de esa masa verdosa que los cubre.
Las heridas de Nathaniel y mi padre han evolucionado mucho con el paso de los días, no obstante, mamá considera que es mejor que sigan guardando reposo para que sus llagas no se abran con el esfuerzo. En mi lugar, me he vuelto mejor cosechadora de lo que he sido en mis casi dieciocho años, riego las plantas el día que correspondo, echo el pesticida para los bichos que se apropian de sus hojas, selecciono los frutos y quito las partes que empiezan a ennegrecerse.
George viene al campo conmigo todos los días, aunque su única labor es treparse en los árboles y aparecer cuando chiflo avisando que es momento de volver a casa.
Termino las labores con las manos llenas de tierra, el sol está más fuerte de lo acostumbrado haciendo que gotas de sudor corran por mi frente. Como de costumbre, me acerco a los muros, su imponente altura me intimida, pero reafirmo el paso. Con forme voy llegando, escucho ese característico sonido del otro lado, agua estrellándose, sé que es eso. Busco el agujero y veo a través de este el inmenso azul, este es tan oscuro como infinito, se mueve. No lo entiendo.
Algo muy grande de color azul que se mueve y hace movimientos extraños. Eso hay del otro lado, pero ¿qué es? Inconscientemente araño la pared con mis uñas tratando de hacer más grande el hueco, migajas de concreto quedan pegadas entre mi carne, no obstante, no es mucho lo que consigo.
Palmeo mi vestido para quitar la suciedad que he adquirido gracias a mis labores, al mismo tiempo, busco la figura de mi hermano en la sima de los árboles, pero es en vano, no se ve por ningún lado. Chiflo, no se ve movimiento, grito su nombre y el resultado es el mismo. Oigo la risa de una mujer proveniente de la casa de los Basset, y cuando me giro para ver a quién pertenece, encuentro a mi hermanito caminando hacia esa propiedad como si estuviera hipnotizado.
Antes de darme cuenta, estoy corriendo para alcanzarlo. Si los Basset están locos como dicen, no es conveniente que mi hermano se acerque a ellos.
—¡George! —No hay respuesta—. ¡Detente!
Tomo su hombro en el momento preciso en que se disponía a tocar la puerta.
—Es la señora Basset, tenemos que saludar.
Escucharlo entonar palabra es un deseo cumplido que ni siquiera había notado que tenía. Estoy tan acostumbrada a recibir sus respuestas por medio de asentimientos o negaciones que había olvidado lo que se siente oírlo hablar propiamente.
—No podemos, George, ellos no están bien de la cabeza, podrían ser peligrosos.
Su expresión demuestra que no me comprende. Estoy a punto de explicarle lo poco que sé sobre la demencia, cuando una nueva risa estalla. Es de una mujer, eso es seguro, pero se escucha tan joven que dudo que sea la señora Basset.
—Debemos irnos a casa. Prométeme que no volverás a acercarte a este lugar.
Asiente con la mirada perdida.
Me pongo de pie, y empiezo a caminar con la confianza de que él vendrá tras de mí. No es mucho lo que avanzo antes de darme cuenta de que George no me sigue, y, al voltear a ver el lugar en donde lo dejé, noto que no se encuentra por ningún lado, y la puerta de la casa se encuentra a medio abrir. El pánico se apodera de mí.
Corro a una velocidad desconocida para mí, entro a la propiedad con el sigilo de un zorro, mis pies se han vuelto de pluma. Las voces se hacen más fuertes conforme me acerco.
La casa es un completo desastre, huele a añejo, las paredes tienen grietas grandes y profundas, el papel que las cubría se cayó dejando ver las manchas de humedad. Hay botellas de vidrio rotas, cajas de comida tiradas, y cucarachas comiéndose alguno que otro desperdicio. Un par de sillas están enteras, otras dos se encuentran rotas, y parte de la mesa de madera es cubierta por una sustancia amarillenta que parece ser vómito.
Respirar el fétido olor de este lugar es asqueroso, pero no tengo otra opción.
—George —susurro lo más fuerte que puedo. No hay rastro de él.
En medio de mi búsqueda, paso cerca de lo que debe ser una sala, me asomo lo suficiente para percibir a un hombre hablar, alcanzo a ver parte de un sofá destartalado sobre el cual descansan dos personas, un oficial con una mujer semidesnuda sobre su regazo, en medio de un apasionado beso.
Me llevo una mano a la boca. Empiezo a retroceder.
Oigo un rechinido, al voltear me quedo inmóvil. Otro oficial se encuentra con su mano sobre la puerta, me mira fijamente, y sostiene en sus brazos a mi hermano, quien me ve con ojos de terror.
—Suéltelo, por favor, ya nos íbamos —articulo, pero el hombre no se inmuta.
Al dar un paso, la madera bajo mis pies cruje, haciendo que la pareja de antes se ponga en alerta.
—¡Está ocupado! —anuncia el tipo del sofá, sacándole una risa a su compañera.
No me animo a moverme, incluso tomar aire parece demasiado peligroso. Mi corazón se descontrola.
Cierra la puerta de la habitación con suma paciencia para no soltar ningún sonido. Después deja a George en el piso, al pobre no hay un pelo que no le tiemble.
—¿Se puede saber qué estabas intentando hacer? Mira a donde nos trajiste. —Siento la desesperación corriendo por mi piel. De esta no salimos.
El niño se queda callado, con la cabeza en dirección a sus pies. Me paso las manos por el cabello.
—Le prometo que no vimos nada, mi hermano es solo un niño, no entiende las consecuencias de sus acciones. Yo lo descuidé por un momento y de pronto ya estábamos aquí. Le pido que perdone nuestra falla.