Los grandes guerreros batallaron, pelearon todos como bestias enardecidas, con una furia capaz de derribar cualquier clase de obstáculo que se pusiese en el camino; no hubo llanto por los guerreros, ya que habían quedado en pie, mirándose entre ellos, pero lamentando la pérdida de dos príncipes, dos héroes que en esa mañana habían perecido inocentemente, pues perdieron la vida defendiéndose, jamás habían provocado a nadie; ahí yacían los cuerpos de Óswunn y Léufkild. Sus cuerpos llenos de heridas, pero todas fueron fatales; charcos de sangre les cubrían, con sus rostros exhibiendo el dolor que habían sufrido. La reina Gunndhild estaba tirada sobre el cadáver de su amado hijo, sus manos le abrazaban, y sus lágrimas eran interminables. Hródmund, sentía un gran pesar en su corazón, sus hombres habían traicionado su confianza, y para colmo, habían ejecutado sin razón a su heredero, pero podía ver que Ashehund, no tomaría este acto a la ligereza, sino que vendría con su armada a tomar venganza.
La justicia demandaba la muerte de aquellos traidores, ser colgados y desangrados era la pena máxima, ¿pero qué podía hacer el rey? No podía tomar decisiones, sentado estaba en su silla, mirando hacia la nada; no hablaba con sus hombres, ni se atrevía a mirar a su esposa, y por más que le rogasen beber, él siempre miraba hacia otro lado. No fue sino que se dio cuenta, que aquellos cadáveres no podían quedarse por siempre tirados, había que darles un funeral, digno de guerreros valerosos, y no serían puestos bajo tierra, como aquellos que fallecen en sus lechos, sino que el rey ordenó que fuesen incinerados.
Se hizo una pira funeraria, las llamas cubrieron los cuerpos de aquellos ilustres príncipes, hombres que habían blandido sus armas con elegancia, pero ahora yacían en aquellas flamas que consumían sus cuerpos. El silencio era roto por el sonido que el fuego producía, las leas tronaban de vez en cuando y todos los presentes estaban cabizbajos, incluyendo los teutones traidores.
Los anglos sobrevivientes negaron ya la atención de Hródmund, su honor había sido gravemente herido, ya no se consideraban aliados, hermanos y solo tenían el deseo de volver a su hogar y comunicar a su rey todo lo que había sucedido. Abandonaron la ciudad al atardecer, y llegaron delante de su gran monarca para dar las noticias, nada le ocultaron, pues la rabia que sentían era mayor que el hambre que la travesía les había producido.
Ashehund dijo: —Tomen sus armas, suban a sus caballos, ciña cada uno su espada y sujete su lanza en mano; vístanse con la mejor cota de malla y cubran sus cabezas con el yelmo más resplandeciente y marchemos contra los teutones, cobremos venganza por la muerte de mi hijo.
Así marcharon todos los anglos, enardecidos por aquella gran ofensa; ellos dieron pasos apresurados, pues la sed de venganza nublaba sus pensamientos, no prestaban atención a la belleza de la naturaleza, y tampoco al aire que acariciaba sus pieles con semejante ternura. El sol se veía reflejado en sus cascos de hierro, y sus escudos adornados con figuras y símbolos que reflejaban sus creencias. Pasaron aquel río que dividía ambos reinos, y esta vez no asentaron un campamento, pasaron de largo la aldea, la ignoraron pues no deseaban desquitarse con esos habitantes, sino que marcharon hasta la gran capital de los teutones.
Hródmund escuchó de sus guardias las agobiantes noticias, no tenían ya fuerzas para dar cara a sus enemigos, ni siquiera había comido algo en todos esos días, su cuerpo ya no respondía al llamado de defender su hogar. Su esposa trató de reconfortarlo, usando palabras de ánimo, esperanza, pero no tuvieron efecto alguno en la mente del rey; él se desplomó en su silla, y no quedó nada más que esperar el golpe final.
Los anglos rompieron las puertas de la ciudad de Héuhstán, aventaron teas encendidas a las casas y masacraron a los guerreros teutones, que aún poseían valor en sus corazones para defender su hogar. No hubo misericordia, no hubo perdón, cuerpos yacían tirados aquí y allá, con las mujeres dando alaridos viendo a sus valerosos esposos ser atravesados por la lanza y la espada. Ahí se acercó Ashehund, al gran salón Guldandéur, admirando de nuevo aquel grandioso salón, y no deseaba tocar sus bases, ni siquiera incendiar su puerta, así que entró para encarar a Hródmund. Pero la rabia de los anglos era imposible de manejar, y ni siquiera el rey, dando órdenes, pudo detener a sus agresivos soldados, que se hicieron paso en el salón, y mataron a todos ahí adentro, incluyendo a Hródmund, pero perdonaron la vida de Gunndhild porque ella era la hermana de Ashehund.
Gunndhild ahora derramaba lágrimas de dolor, viendo a su amado esposo muerto, y como sus compatriotas incendiaban todo el salón. No pudo darle un funeral digno de un rey a Hródmund, pues la sacaron rápidamente de aquel edificio, y la escoltaron de vuelta a Anglia, a su verdadero hogar. En cuanto a Tiodanland, toda esa tierra que había prosperado bajo Hródmund y sus ancestros, fue anexada a Anglia; así es como los teutones desaparecieron de la historia, su memoria quedó en el olvido.
Así termina, el episodio de Guldandéur.
Editado: 26.07.2020