El sonido del mar no se escuchaba aquella noche, pero en la memoria de Aelina, siempre estuvo presente.
Había cuerpos dormidos en colchones inflables, sofás improvisados y esquinas de villa donde el silencio era una bendición tras tanto bullicio. Las luces estaban apagadas, las risas ya no llenaban el aire… solo quedaban los ecos de una fiesta que se sentía lejana, a pesar de haber ocurrido apenas unas horas antes.
Aelina no recordaba el momento exacto en que cerró los ojos, ni tampoco cuándo dejó de responderle a su prima. Solo sabía que el alcohol la había dejado liviana, y su cuerpo había encontrado calor en un rincón cualquiera de la sala. Lo que no sabía… era que no estaba sola.
Giró, quizás buscando una almohada, y se detuvo. No por un roce, sino por una presencia. Su nariz casi rozaba otra. Y en la penumbra —entre la bruma del sueño y la culpa de no saber cómo llegó ahí— sus ojos se encontraron con los de él.
No dijo nada. Él tampoco. Ninguno se movió.
Fue solo un momento. Un respiro compartido. Una nada… que ella recordaría por años.