El error más bonito

Capítulo 4 — Las cosas que no se dicen

La niña dormía profundamente. Su cuerpo pequeño encajaba entre los brazos de Aelina como si ese fuera su lugar natural, como si el cansancio, el ruido y el miedo a ser dejada se hubieran desvanecido en cuanto ella la sostuvo.

Aelina le acariciaba el cabello con la yema de los dedos, mientras el murmullo lejano de la fiesta seguía en el fondo como una canción que no lograba tocarla del todo. Su mente, en cambio, sí vibraba… pero no por la música.

Por él.

Lo sintió acercarse antes de que hablara. Era como si su presencia cargara el aire de una electricidad silenciosa.

—Gracias por quedarte con ella —murmuró su voz, más baja, más íntima.

Aelina no lo miró al principio. Seguía acariciando a la niña, sin saber muy bien qué decir. Luego, alzando apenas la vista, lo encontró ahí: sentado al borde del otro sofá, mirándola como si el tiempo no hubiese pasado… pero también como si ya no supiera dónde ubicarla.

—Se durmió enseguida —respondió ella, casi en susurro.

Él asintió. Hubo un silencio, pero no incómodo. Uno de esos que pesan porque ambos saben que hay demasiado que no se está diciendo.

—¿Se parece a ti? —preguntó Aelina, acariciando la mejilla suave de la niña.

Él sonrió con ternura.

—A veces. Pero tiene el carácter de su mamá. Aunque… últimamente me hace pensar que heredó algo de mi forma de observar.

Aelina alzó una ceja, divertida.

—¿Y cómo es tu forma de observar?

Él se encogió de hombros, pero no desvió la mirada.

—Silenciosa. Persistente. Como si todo se quedara adentro y luego explotara en el peor momento.

Aelina sonrió, pero fue una sonrisa breve. Porque en ese momento… ella también recordó algo.

Una noche.

Una villa.

Un sofá compartido sin querer.

—¿Te acuerdas? —dijo él, de pronto, como si leyera su mente—. Del cumpleaños de tu prima.

Aelina se quedó quieta.

—Pensé que no lo ibas a mencionar nunca —respondió con una risa nerviosa.

—Tampoco es algo que se pueda olvidar. —Él bajó la mirada por un segundo—. Aunque no pasó nada, ¿verdad?

Ella lo miró.

Ese “nada” cargaba más de lo que admitían.

—No. No pasó nada… pero me fui —dijo ella, por fin. Y su voz sonó más frágil de lo que esperaba.

Él asintió.

—Lo noté. Después de eso, no te vi más.

—A veces, cuando algo te mueve sin razón, lo más fácil es huir —admitió, sin mirarlo—. Especialmente si no sabes si está bien sentirlo.

Él no respondió de inmediato. Solo se quedó en silencio, como si procesara cada palabra, como si también sintiera lo mismo y no supiera cómo vestirlo de lógica.

—Aelina… —murmuró, pero la voz de su madre rompió el momento.

—¡Nos vamos ya, mi amor!

Aelina se levantó con cuidado, depositó a la niña sobre el sofá y la tapó con la manta. Luego, se giró para despedirse.

Él solo la miró. No dijo nada. No pidió contacto. No prometió nada.
Pero sus ojos —esos ojos que siempre habían dicho más que su boca— la siguieron hasta que se perdió por la puerta.

Y ella lo supo.

Algo había despertado.
Algo que no debía.
Algo que no iba a dormirse tan fácil esta vez.




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