El lunes llegó sin pedir permiso.
Como todos.
Aelina se levantó con la alarma, se recogió el cabello en un moño desordenado, se preparó un café más amargo de lo que le gustaba y abrió su laptop con esa frialdad automática de quien ha aprendido a fingir que todo está bajo control.
Pero no lo estaba.
Desde el sábado, su mente no dejaba de dar vueltas.
No por lo que pasó en la fiesta.
Sino por cómo se sintió.
La mirada de él.
La voz de su hija diciendo "me gusta ella".
La risa compartida hablando de un recuerdo que ninguno había dicho en voz alta hasta ahora.
Se suponía que fuera una noche más. Una fiesta más.
Y sin embargo, esa noche se le había metido en la piel.
Aelina intentó concentrarse. Respondió correos, actualizó archivos. Se puso una mascarilla facial que no necesitaba y hasta limpió la nevera. Pero él seguía ahí. En su cabeza.
No por lo físico —aunque sí, también eso— sino por lo no resuelto.
Entonces, como si el destino necesitara rematarla, sonó su celular.
Mensaje de su madre.
> "Este sábado hay almuerzo en casa de tu tía. Viene la familia de Juana, y sí… él también. Tráete algo dulce, porfa."
Aelina lo leyó dos veces.
Y por primera vez en mucho tiempo, no supo si quería ir… o si debía evitarlo otra vez.
Porque sabía lo que pasaba cuando se cruzaban.
Sabía cómo se miraban.
Cómo la niña se le acurrucaba sin razón.
Cómo su cuerpo se tensaba solo con escucharlo decir su nombre.
El problema no era que se volvieran a ver.
El problema era que esta vez… ella no quería huir.
Y eso, quizás, era lo más peligroso de todo.