El error más bonito

Capítulo 8 — El roce que no pedimos

La tarde fue cayendo lento. El cielo de Ravendale tenía esa forma particular de pintar los finales: nubes color durazno, aire tibio con olor a tierra húmeda y conversaciones que se volvían más íntimas a medida que la comida se terminaba y el bullicio bajaba.

La mayoría ya se había ido. Los niños jugaban medio dormidos en la sala y los adultos comenzaban a despedirse entre platos sucios y carcajadas. Aelina se ofreció para ayudar a recoger, aunque en el fondo lo único que quería era un poco de silencio. De espacio.

Cuando entró a la cocina con una bandeja en las manos, no esperó verlo ahí.

—¿Te ayudo? —preguntó él, con una media sonrisa y una servilleta arrugada en los dedos.

Aelina sintió cómo algo dentro de ella se apretaba. No era incomodidad. Era algo más… eléctrico.

—Puedes secar —respondió, sin mirarlo demasiado.

Y así empezaron: en silencio. Ella lavando, él secando. Los movimientos eran mecánicos, pero sus cuerpos estaban demasiado cerca para no notarlo. Cada vez que se rozaban por accidente, una descarga mínima les recorría la piel.

—No pensé que vinieras hoy —dijo él, con la voz más baja.

—Yo tampoco. Pero vine.

—¿Y te arrepientes?

Aelina se detuvo. Dejó un plato bajo el chorro de agua y lo miró.
Esa mirada…
Siempre volvía a ese lugar. Al sofá. A la villa. A lo que no pasó.

—No —respondió—. No me arrepiento.

Él asintió, pero no dijo nada. Solo dejó el paño sobre el fregadero y se acercó un poco más.
No lo suficiente como para invadirla.
Pero sí lo justo como para que ella lo sintiera.

—Aelina —dijo su nombre como si lo probara—. No sé si está bien sentir esto. Pero me pasa desde hace años.

Ella tragó saliva. No se movió.

—Nunca fue el momento. Ni el lugar.

—Lo sé. Pero ahora sí estamos aquí.

Hubo un segundo de silencio.
Uno de esos que parece contener el universo.

Y entonces él alzó la mano, lento, casi pidiendo permiso, y le rozó el mentón con los dedos. Un toque leve, como quien toca un recuerdo que teme romper.

Ella no se alejó.

No se escapó.

Solo cerró los ojos, como si su cuerpo supiera más que su mente.

Y ahí, entre vasos sucios y platos apilados, lo sintió.
Un roce de labios.
Lento.
Medido.
Explorador.

No fue un beso robado ni urgente. Fue uno de esos besos que se dan cuando el deseo ha madurado demasiado.
Uno que dice "te esperé" sin palabras.

Cuando se separaron, ella lo miró sin hablar.
Y él le acarició la mejilla una última vez antes de dar un paso atrás.

—No pasó nada —murmuró, en tono de broma—. Otra vez.

Aelina sonrió, con el corazón tamborileando como nunca.

—Claro… nada.

Pero los dos sabían que, esta vez, sí estaba empezando algo.




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