La puerta no tardó en abrirse.
Él estaba ahí, aún con esa camiseta oscura que le quedaba demasiado bien, pero con el gesto más tenso de lo habitual. No por incomodidad… sino por la tormenta contenida.
—Pasa —dijo simplemente.
Aelina entró. La casa olía a limpio, a café recién hecho y un perfume suave que no supo identificar. La niña no estaba. Tampoco la mujer.
—¿Dónde está ella? —preguntó, directa.
—En casa de mi hermana —respondió él mientras cerraba la puerta—. La otra… vino a dejarle algo. Se fue hace rato. Pero te vi. No quise escribirte aún. Quería ver si tú te bajabas o…
—O si volvía a huir —terminó ella por él.
Silencio.
—No te juzgo —dijo él, acercándose—. Pero me dolió que te fueras así.
—Lo sé. Y tienes todo el derecho a sentirlo —Aelina respiró hondo—. Yo también me dolí. Por eso estoy aquí.
—¿Estás segura? —sus ojos eran una tormenta contenida—. Porque si me vas a mirar así, si me vas a besar así… no voy a seguir haciendo de cuenta que esto no me importa.
Aelina sintió el nudo en la garganta.
Y lo dejó romperse.
—No quiero que hagas de cuenta nada. No vine a pedir tiempo. Ni explicaciones. Vine porque no quiero vivir con la duda de qué hubiera pasado si me quedaba.
Él dio dos pasos y la tomó de la cintura.
—Entonces quédate.
Ella no respondió con palabras.
Solo lo besó.
Un beso que no fue fuego ni furia…
Fue entrega. Fue hogar.
Se besaron con los ojos cerrados y el alma abierta.
Y en esa sala, con el mundo afuera, se dijeron todo sin una sola palabra más.