El roce esta vez no fue torpe ni dudoso.
Fue exacto. Natural.
Él la guió hasta el sofá, como si ya supiera que ahí era el lugar correcto. Aelina se sentó sobre él, de frente, sin barreras. Su cuerpo encajaba perfecto, como si esa cercanía hubiera sido diseñada desde antes.
Las manos de él subieron por su espalda, deslizándose bajo su blusa mientras su boca recorría su cuello, su clavícula, y luego bajaba, con calma, sin prisa… pero con hambre.
Aelina tembló, pero no de miedo. Tembló porque esta vez… sí estaba sintiendo con libertad.
Sus caderas se movieron lento al principio, guiadas por un ritmo compartido. Y luego… más rápido. Más profundo.
La blusa voló. La vergüenza se desnudó con la ropa.
Y en susurros —jadeos cortos, gemidos contenidos y palabras rotas— se dijeron lo que el cuerpo ya sabía desde antes.
—Te siento… —murmuró ella entre respiración y gemido.
—Siempre fuiste tú —respondió él, mientras se aferraba a sus muslos, a su cintura, a su todo.
Se amaron ahí, sobre el sofá, entre almohadas y ropa desordenada.
Se tocaron como quien no sabe si mañana va a poder volver a hacerlo.
Y cuando terminaron, jadeando, sudando, con los latidos desbocados…
Él le acarició el rostro.
—No eres un error —susurró.
Aelina cerró los ojos, tragando el nudo que volvía.
Porque esta vez… también sentía lo mismo.