El error más bonito

Capítulo 19 — El miedo que se transforma

El cielo estaba cubierto, como si incluso el universo contuviera la respiración.
Aelina se miraba al espejo mientras acomodaba el cabello detrás de la oreja. No era la ropa lo que le importaba, ni si su maquillaje estaba perfecto. Era lo que se reflejaba detrás de sus ojos: ese miedo que ya no era parálisis… sino una alarma. Una señal de que lo que estaba viviendo era real.

La niña dormía en la habitación del fondo.
La casa tenía ese silencio de hogar que no necesitaba fingir.
Y él la miraba desde el umbral de la puerta, con los brazos cruzados, como si aún no se creyera que ella estaba ahí.
No de paso.
No solo para amar y huir.

—¿Qué estás pensando? —le preguntó él, con voz baja.

Ella giró.
—Que todo esto… podría desaparecer si alguien más mete las manos.

Él se acercó, deteniéndose justo frente a ella.
—Entonces no dejemos que nadie las meta. Lo que tenemos no es perfecto, Aelina. Pero es nuestro. Y si te soy honesto, nunca quise algo perfecto. Quise algo… verdadero.

Ella cerró los ojos. Sus palabras la atravesaban como caricias firmes.
Y cuando los volvió a abrir, ya no era miedo lo que reflejaban, sino fuego.

—Hazme tuya otra vez —susurró.

Y no hizo falta repetirlo.

Él la tomó por la cintura y la cargó sin esfuerzo. Sus labios bajaron por su cuello, por el hueco de su clavícula. Aelina arqueó la espalda cuando su blusa voló por la habitación, y la besó como si tuviera que memorizarla antes de un adiós que no quería que llegara.

La apoyó contra la pared con cuidado, pero con firmeza. Las piernas de ella se aferraron a su cuerpo. Los labios de él bajaron a sus senos, tomándose el tiempo de besar, lamer, morder suavemente mientras ella gemía su nombre en voz baja.

—Así —le dijo ella, con los ojos cerrados, sintiéndolo todo.

Él bajó despacio su pantalón, dejando al descubierto la humedad que hablaba por sí sola. Metió los dedos con suavidad y la sintió temblar.
Pero no de miedo.
De necesidad.

—Estás lista —murmuró él contra su oído.

—Desde hace años —le respondió con la voz quebrada de deseo.

Y cuando la penetró, despacio pero profundamente, Aelina se aferró a sus hombros como si él fuera el único ancla que tenía en ese mundo.
Se movían como si sus cuerpos hubiesen sido hechos para eso.
Como si el destino los hubiera moldeado para encajar perfectamente.

Sus caderas se encontraban una y otra vez con fuerza, con ritmo, con entrega.
El sonido de la piel, los gemidos ahogados, los jadeos compartidos... todo llenaba la casa que antes solo conocía el silencio.

Él la llevó hasta la cama cuando sus piernas ya no podían más.
La puso de espaldas, tomándola desde atrás con embestidas más lentas pero profundas, una mano sobre su cadera y la otra sobre su pecho.
La besaba por la espalda, murmurándole cosas que ella ya no podía entender.
Solo sentir.

Y cuando ambos llegaron, con un grito contenido, con el alma temblando…
Él no se separó de inmediato.
La abrazó por detrás.
Y le besó el hombro desnudo con ternura.

—Estoy tan jodidamente enamorado de ti, Aelina.

Ella cerró los ojos. Las lágrimas bajaron solas.

No por miedo.

Sino porque ya no había vuelta atrás.

Lo amaba.
Y esta vez… se quedaría.

La niña entró minutos después, con el cabello enredado y los ojitos soñolientos. Aelina se cubrió de inmediato, pero la pequeña no dijo nada. Solo subió a la cama y se acostó entre ellos como si fuera lo más natural del mundo.

Él la abrazó por un lado.
Ella por el otro.
Y en ese instante, con la respiración lenta de la niña en el medio, ya no hubo dudas.

Habían formado algo.
Y no importaba cómo había empezado…
ese amor ya no era un error. Era hogar.




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