El error más bonito

Epílogo – Donde todo empezó… y por fin se quedaron

Un año después.

La villa seguía ahí, como congelada en el tiempo. Las paredes habían visto crecer secretos, risas nerviosas y miradas que ardían sin tocarse. Pero esta vez no era una fiesta familiar. No había primos, ni tías curiosas, ni música hasta el amanecer.
Esta vez… estaban solos.

Él la había sorprendido alquilándola por el fin de semana.

—¿Por qué aquí? —preguntó Aelina, mirando el lugar con una mezcla de nostalgia y nervios.

—Porque aquí comenzó todo —respondió él—. Aunque nadie lo supiera.

Y tenía razón.

No era solo una villa. Era la memoria viva de lo que nunca debió pasar… pero pasó. De lo que no se tocó, pero se sintió. Y ahora, estaban ahí. Juntos. Reales. Sin máscaras.

La niña dormía en una de las habitaciones, abrazada a su peluche favorito. Su pequeña respiración llenaba la casa con paz.

Aelina estaba en la terraza, envuelta en una bata blanca, con los pies descalzos y una copa de vino entre los dedos. El mar se escuchaba a lo lejos, tranquilo, como su corazón… por fin.

Él salió en silencio, solo en pantalones de dormir, con una mirada que aún la hacía temblar.

—No me canso de mirarte —le dijo.

Ella giró la cabeza, sonrió y lo miró como solo ella sabía.

—Entonces haz algo más que mirarme.

Él dejó el vaso a un lado, se acercó y sin pedir permiso la alzó en brazos.
Ella soltó un leve grito entre risas y lo rodeó con las piernas.

—¿Aquí? —bromeó.

—Aquí, donde todo empezó —murmuró él con voz grave.

Entraron al cuarto sin apagar las luces.
Él la desnudó sin apuro, sin vergüenza.
La miró como si fuera arte.
Como si fuera fuego.
Como si fuera suya.

La recostó en la cama con delicadeza.
Aelina lo acarició por la nuca, y él descendió con los labios por todo su cuerpo.
Se detuvo entre sus piernas y la saboreó como si no existiera el tiempo.

Ella gemía su nombre entre jadeos bajos, aferrada a las sábanas.

—Te amo —le dijo él, justo antes de penetrarla—. Eres todo lo que alguna vez soñé y negué.

Ella lo abrazó con fuerza, sintiendo cómo la llenaba de nuevo, cómo la hacía suya una vez más.
Se movían como si el mundo fuera solo ese instante.
El sonido del deseo era suave, íntimo, perfecto.

Los dos llegaron al clímax juntos, enredados, sudando, temblando… pero en paz.
Esta vez, no había culpa.
Solo amor.

Después, acostados aún sin ropa, él le pasó una cajita pequeña.

—¿Qué es esto? —preguntó ella, confundida.

La abrió. Un anillo.
Simple. Elegante. Con una piedra pequeña y un corazón grabado en el interior.

—No te pido promesas eternas, Aelina. Solo que sigamos eligiéndonos… aun cuando no sea fácil.

Ella lo miró con lágrimas en los ojos.

—¿Y si tengo miedo?

—Entonces lo enfrentamos juntos.

Ella se inclinó y lo besó.
No hacía falta decir que sí.

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A la mañana siguiente, los tres caminaron por la orilla de la playa.
La niña corría delante de ellos, recogiendo caracoles, riendo con el cabello alborotado.
Aelina iba tomada de la mano de él, en silencio.

—¿Tú crees en los errores que llevan al destino? —preguntó ella.

Él asintió.

—Porque tú… tú fuiste mi error más bonito.
Y el único que quiero repetir, una y otra vez.

Ella sonrió.
Miró al cielo.
Y por primera vez en mucho tiempo… sintió que estaba exactamente donde debía estar.

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FIN




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