El sonido seco de mis puños golpeando el saco retumba en mis oídos como un tambor de guerra. El sudor me cae por la frente, escurriéndose hasta mis mejillas, pero no me detengo. Respiro por la nariz. Exhalo por la boca. Cuento hasta tres y vuelvo a golpear. Uno. Dos. Derechazo al hígado. Casi imagino la cara de alguien al otro lado del saco, y eso me da más fuerza. Me gusta pensar que no estoy enojada. Solo... al borde.
—Última serie, Teal —dice mi entrenador desde el otro lado del cuadrilátero. Tiene voz grave y tranquila, como si siempre supiera cómo mantener la calma. A veces lo envidio.
—¿Con guantes o sin ellos?
—Como quieras —responde, y me lanza una mirada de advertencia—. Pero si terminas con los nudillos sangrando otra vez, me largo y no me hago responsable.
Sonrío. Me quito los guantes. Que se jodan los nudillos.
Doy un paso hacia adelante, dejo que la tensión me suba por los brazos como electricidad, y vuelvo a golpear. Golpeo con ganas. Golpeo con rabia. Golpeo hasta que el saco retrocede como si pudiera huir de mí.
Cuando termino, estoy jadeando. Siento el corazón retumbando en mi pecho, como si también estuviera peleando por salir. Me dejo caer sobre el banco que hay en la esquina y me paso una toalla por la cara, notando el ardor familiar en los nudillos. Rojos, pero no rotos. Esta vez.
Entonces vibra mi teléfono dentro del casillero. Me estiro, lo saco con una mano temblorosa —más por la adrenalina que por el cansancio— y veo el nombre iluminado en la pantalla.
Ryan.
Respondo sin pensarlo.
—¿Qué?
—Guau, qué saludo tan cariñoso —responde con sarcasmo. Hay música de fondo, risas, un par de voces que reconozco de inmediato.
—Estoy en el gimnasio —respondo, apoyando el codo sobre mi rodilla mientras me seco el cuello—. Si me interrumpiste para contarme otro chisme de fraternidad, te cuelgo.
—Relájate, Mike Tyson, que vengo en son de paz. O casi —dice, y escucho cómo se aleja un poco del bullicio—. Hay fiesta esta noche. En la casa de los del equipo de hockey. Branon me dijo que va a ir.
Frunzo el ceño.
—¿Y a mí qué?
—No finjas, Teal. Lo viste en el último partido y no le quitaste los ojos de encima. Hasta gritaste cuando atrapó ese disco imposible.
—¡Porque fue una buena atajada, imbécil! —respondo, girando los ojos—. Además, me gustan los porteros, no los chicos. Y menos los que sonríen como si supieran todos tus secretos.
—Entonces ven. No tienes que quedarte mucho. Solo pasar, tomar algo, bailar. Ya sabes, como una persona normal.
—¿Estás insinuando que no soy normal?
—Estoy insinuando que te vendría bien salir de tu madriguera de boxeadora antes de que la conviertas en tu tumba.
Suelto una risa cansada. Me miro los nudillos otra vez. El calor todavía me quema por dentro, pero no tanto como antes. Quizás sí me vendría bien un poco de ruido que no sean golpes y respiraciones contenidas. Un poco de distracción.
—¿Quién más va?
—Tasha, Milo, los del equipo de hockey. Creo que también van los de la hermandad de letras raras que siempre organizan las peleas de cerveza. Y Branon.
—Ya dijiste a Branon.
—Y lo vuelvo a decir, por si el universo lo quiere manifestar. ¿Entonces?
Pienso en decir que no. En volver al dormitorio, meterme a la ducha, poner música y dormir como una roca. Pero hay algo en mí que se revuelve ante la idea de seguir como siempre. De seguir encerrada. Controlando cada impulso. Cada respiración. Cada arranque de furia como si fuera una bomba de tiempo.
Quizás esta noche no explote. Quizás solo... flote.
—Paso por ti en una hora —digo.
Ryan suelta un silbido largo al otro lado de la línea.
—¡Sabía que tenía que llamarte justo después del boxeo! Estás con las endorfinas por las nubes.
—Y tú con la lengua suelta. Apúrate, y trae algo decente para beber. No quiero cerveza tibia.
—Hecho. Prepara tus pasos de baile.
Cuelgo antes de responder.
Me quedo mirando mi reflejo en el espejo del gimnasio. El cabello desordenado, la camiseta pegada al cuerpo por el sudor, los ojos brillando con ese fulgor que siempre me traiciona después de entrenar. Hay algo salvaje ahí. Algo que casi me asusta. Pero también hay otra cosa. Curiosidad. Expectativa.
Branon. El chico de hielo. El que siempre parece tenerlo todo bajo control, hasta cuando el mundo a su alrededor se desmorona a velocidad de puck.
¿Quién sabe?
Quizás esta noche, lo derrita un poco.
***
El motor ruge como un gato perezoso al que acaban de despertar con una patada. Mi BMW negro desliza sus curvas por las calles universitarias con la misma actitud que intento proyectar yo esta noche: elegante, peligrosa, y un poco fuera de lugar. El estéreo suelta un ritmo suave de rock alternativo mientras toco el volante con los dedos, marcando el compás para mantener las manos ocupadas.
Editado: 17.09.2025