El saco de boxeo rebota con fuerza cada vez que lo golpeo. Mis nudillos retumban contra la superficie como si estuviera golpeando su maldita cara. Uno. Dos. Ganchos. Directos. Un giro. Sudo como si estuviera peleando por mi vida, y en cierto modo... lo estoy.
—¡Más rápido! —gruñe Markus, mi entrenador, desde un lado—. ¡Usa la cadera, Teal!
Le hago caso, pero no porque me lo diga. Lo hago porque necesito sacar esto de adentro. Toda esta rabia, esta decepción, esta sensación de que el pecho me arde y no tiene nada que ver con el esfuerzo físico.
Estoy furiosa. Pero no es una furia de las que me ciegan por completo. Es una furia fría. Calculada. Una que se va acumulando en los músculos, que me convierte en una versión de mí más precisa, más peligrosa.
Doy un último golpe al saco y me detengo, jadeando. El sudor cae por mi frente, por mi espalda. Mis nudillos están rojos, pero no me importa. Ni siquiera los siento. Mis manos tiemblan, no por falta de fuerza, sino porque estoy conteniéndome otra vez.
Markus se cruza de brazos. Me observa con esos ojos suyos que no juzgan, pero lo ven todo.
—¿Qué pasó?
—Nada —miento, pero es automático. Inútil.
—Teal —dice con esa voz grave suya que no acepta estupideces—. Tienes fuego en la mirada. No el fuego bueno. Este... es personal. ¿Quién fue?
Exhalo. Me quito los guantes con un movimiento brusco y los lanzo a un banco cercano. Camino de un lado a otro, como si pudiera sacudirme lo que siento solo con moverme.
—Fue Branon —respondo finalmente, y sé que mi voz suena tensa—. El portero del equipo de hockey.
Markus asiente lentamente, como si ya lo hubiera intuido.
—¿Qué hizo?
—Me besó. En la fiesta. Así, de la nada. Sin explicación. Y por un momento pensé que era real. Pensé que... —me callo, apretando los dientes. No quiero sonar débil—. Pero no. Era una apuesta. Una maldita apuesta con sus amigos.
Markus se queda callado. No hay necesidad de agregar nada. Él sabe lo que eso significa para mí. Lo que implica que alguien juegue con mis emociones como si fueran parte de un chiste de vestuario.
—¿Eso fue todo? —pregunta.
—No —respondo, clavando la mirada en el saco, como si pudiera romperlo con solo desearlo—. Hubo algo más. Antes.
Trago saliva. No suelo hablar de esto. No me gusta. Pero siento que si no lo saco, voy a explotar.
—Hace un par de meses, Branon y yo terminamos en la misma habitación después de una noche pesada. Alcohol, risas... cosas así. Estábamos borrachos. Muy. Pero no lo suficiente como para no saber lo que hacíamos.
Markus frunce el ceño, pero no dice nada. Me da espacio.
—Casi pasó algo —admito—. Pero él se detuvo. Me miró y dijo que no podía seguir. Que no estaba bien. Que yo estaba ebria y que no quería aprovecharse de eso. Me cuidó. Incluso me cubrió con una manta y se durmió en el sofá.
—¿Y eso fue un error?
—Lo pensé por semanas. Lo defendí ante mis amigas. Lo defendí ante mí misma. Pensé que él era diferente. Que no solo veía el exterior, ¿sabes? Que me respetaba.
Markus asiente, como si entendiera incluso lo que no digo. Como si supiera lo difícil que es para mí confiar en alguien, y más aún, admitir que me dolió.
—¿Y ahora?
—Ahora solo veo una mentira. Una máscara. Me hizo sentir que importaba, que era distinta. Pero todo fue una jugada, una apuesta para entretener a sus amigos.
Me siento en el borde del banco, los codos sobre las rodillas. Miro al suelo, al sudor que gotea desde mi barbilla. Al silencio que ahora se apodera del lugar, solo interrumpido por mi respiración.
—¿Volverás a hablar con él? —pregunta Markus después de un rato.
—¿Tú qué crees?
Él sonríe con esa expresión tranquila suya. No se burla. Es más bien un gesto de "sabía que dirías eso".
—A veces, quienes más nos hieren son los que más deseábamos que nos vieran de verdad —dice con calma—. Pero también es cierto que quienes nos respetan, no apuestan por nuestros labios. Ni por nuestra dignidad.
Levanto la mirada. Sus palabras me golpean más fuerte que cualquier entrenamiento.
—No quiero sentir esto otra vez —le digo.
—Entonces conviértelo en fuerza. En enfoque. En técnica. No dejes que esa rabia se vuelva tu dueño. Haz que te obedezca.
Asiento. Me levanto. Vuelvo a ponerme los guantes.
Esta vez, no peleo contra Branon.
Peleo por mí.
***
El aula huele a café viejo y marcador de pizarra. Las ventanas están abiertas y una ráfaga suave agita mis papeles mientras yo, sentada en el escritorio de siempre, repaso mentalmente las láminas que debo presentar hoy. La clase de Teoría del Color puede ser interesante si estás despierto, pero son las ocho y cuarto de la mañana, y casi todos parecen zombis.
Yo al menos ya tuve mi dosis de cafeína.
Editado: 02.10.2025