El error perfecto

Capítulo 6

Estoy sentada en una de las sillas de la oficina del director, las manos entrelazadas sobre mi regazo y la mirada fija en una pequeña grieta que atraviesa la baldosa frente a mí. La habitación huele a café rancio y desinfectante barato, y el reloj en la pared marca cada segundo con una insistencia insoportable.

Mi madre está sentada a mi lado, erguida, elegante, con el rostro completamente sereno. Solo yo, que la conozco mejor que nadie, puedo notar la tensión en su mandíbula, el leve tamborileo de sus dedos contra su rodilla, el silencio contenido detrás de sus labios apretados.

El director suspira desde su escritorio y acomoda unos papeles.

—Teal... —dice finalmente, con esa voz pesada de quien está acostumbrado a dar malas noticias—. Sabemos que no eres una mala estudiante. Tus notas son excelentes, tus profesores suelen hablar bien de ti. Pero esto... golpear a un estudiante hasta dejarlo ensangrentado en el suelo, frente a otros alumnos...

Me muerdo el labio. No hay nada que pueda decir para justificarlo.

—Él insultó a Josh. Me provocó.

—Entiendo. Y también entiendo tu historia familiar —añade, bajando la voz y mirando a mi madre—. Pero tenemos reglas. No podemos hacer excepciones porque alguien "se dejó llevar por la ira". Si lo hiciéramos, estaríamos dejando la puerta abierta a muchas cosas peores.

Siento a mi madre mover apenas la cabeza. Está de acuerdo. Lo acepta. Ella siempre ha sido la parte razonable en esta familia rota. La que respira antes de gritar, la que se aparta antes de explotar.

Yo no. Yo soy la chispa. La hija del volcán.

—Estás suspendida por tres días —continúa el director—. Desde mañana. No podrás entrar a clases ni participar en actividades extracurriculares. Aprovecha este tiempo para reflexionar, Teal. Eres mejor que esto.

Lo sé. Me lo han dicho muchas veces. Que soy mejor que mi ira, que mis impulsos, que ese fuego que me empuja hacia la violencia como si fuera algo inevitable. Pero hay días en los que no quiero ser mejor. Hay días en los que quiero golpear hasta que todo se calle. Hasta que las voces se apaguen.

Asiento sin decir nada.

Mi madre se pone de pie con su elegancia natural. Agradece al director con una voz baja, medida, y me indica con un gesto que la siga. Lo hago como una sombra, con los hombros caídos y los pasos arrastrados.

Cuando salimos al estacionamiento, el sol ya se ha ocultado detrás de las nubes y el aire tiene ese tono gris de las tardes que no prometen nada. El auto de mi madre está aparcado justo frente a la entrada, limpio como siempre. Me deslizo al asiento del copiloto sin decir palabra.

Ella se sienta frente al volante, en silencio. No arranca de inmediato.

—¿Quieres hablar? —pregunta finalmente.

—No —respondo, mirando por la ventana.

Y aún así, me muero porque diga algo. Cualquier cosa. Un regaño, una frase hiriente, incluso un suspiro molesto. Pero no. Ella solo asiente y pone el auto en marcha.

La ciudad pasa por la ventana como una película lenta. Las luces de los locales, la gente caminando apurada, los autos tocando la bocina en cada esquina. Pero todo se siente lejano. Como si estuviera atrapada en una pecera y el mundo siguiera sin mí.

—¿Lo lastimaste mucho? —pregunta de pronto, sin mirarme.

—Le rompí la nariz —murmuro—. Y un par de dientes, creo.

—Mmh.

Solo eso. Ni juicio, ni sorpresa. Solo ese sonido que ella hace cuando digiere algo difícil.

—No fue solo por Josh —confieso—. Me dijo que terminaría como papá. Que yo también soy un monstruo.

Mi madre respira hondo.

—¿Y tú lo crees?

—A veces.

Ahora sí me mira. Detiene el auto en un semáforo y gira apenas el rostro hacia mí.

—Tu padre no es un monstruo, Teal. Tiene monstruos dentro, sí. Pero eso es diferente.

—¿Y yo?

Ella no responde de inmediato. El semáforo cambia a verde. El auto sigue avanzando.

—Tú tienes fuego —dice por fin—. Lo heredaste de él. Pero también tienes el corazón para controlar ese fuego. Y, aunque no lo creas ahora, hay momentos en los que he visto cómo lo apagas por alguien. Como yo lo hice con él.

Cierro los ojos. La imagen de Branon cruzando el pasillo, abrazándome, susurrando en mi oído hasta calmar la tormenta, regresa sin permiso. Mi pecho se contrae.

—¿Y si no puedo? ¿Y si un día no lo controlo?

—Entonces estaré ahí para recordarte cómo hacerlo.

No lloro. Pero algo en mi garganta se aprieta.

El resto del camino lo hacemos en silencio. Afuera empieza a llover. Solo unas gotas. Justo las suficientes para dibujar pequeños ríos en la ventana.

Cuando llegamos a casa, ella apaga el auto pero no se baja de inmediato.

—Vas a estar bien —dice, y por primera vez en todo el día, me toma la mano.

Y en su palma cálida, por un instante, dejo de sentirme una bomba de relojería.




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