Apenas cruzo la puerta del aula, lo siento.
El aire. El ambiente. Las miradas que se mueven rápido y luego se esconden como si yo no las hubiera atrapado. El murmullo que baja de volumen justo cuando pongo un pie dentro. Todo huele a tensión mal disimulada.
Pero no me detengo.
Camino con la cabeza en alto, mis botas resonando sobre el suelo pulido. Llevo los audífonos enredados en la muñeca y mi mochila colgada al hombro, la chaqueta de cuero abierta sobre la camiseta negra que ya se siente cálida por el sol de la mañana.
No necesito ver mucho para saber qué pasa.
Ahí están. En el rincón junto a la ventana.
Amber. Siempre Amber.
Inclinada hacia los dos tipos con los que me peleé, como si no tuviera nada mejor que hacer con su vida. Murmura algo que hace que uno de ellos, el que sangró por la nariz cuando lo empujé contra la pared, suelte una risa breve. Su amigo lo sigue, aunque lanza una mirada furtiva hacia mí que no me pasa desapercibida.
Amber también me ve, pero no me saluda.
No me sorprende. Lo que me sorprende es que aún me importe tan poco.
La verdad es que después de todo lo que pasó, después de la suspensión, de las conversaciones con mis padres, de los entrenamientos que me devolvieron el control que a veces siento que se me escapa... no tengo energía para jugar el juego de nadie más.
Mucho menos el de Amber.
Así que camino directo hacia la fila del medio, donde siempre me siento, y dejo caer mi mochila con un golpe seco. Saco mi cuaderno y el bolígrafo, me estiro como si no tuviera a media clase espiando mis movimientos, y me dejo caer en la silla como si no hubiera un solo problema en el mundo que pudiera alcanzarme.
Falso. Pero funcional.
No tardo en notar cómo Amber finge no mirarme mientras susurran más cosas. El chico de la nariz rota me lanza una segunda mirada, esta vez con una sonrisa torcida que no logro interpretar del todo.
¿Burla? ¿Desdén? ¿Provocación?
No importa.
Me echo hacia atrás en mi asiento y cruzo las piernas, apoyando el codo en la mesa y sosteniendo el bolígrafo entre los dedos como si fuera una especie de arma elegante. Una parte de mí —la parte que no ha aprendido del todo a quedarse en paz— querría devolverle la sonrisa. Una más filosa. Más peligrosa. Pero me obligo a quedarme quieta.
Ya aprendí que la violencia me sale fácil.
Demasiado fácil.
Y no estoy dispuesta a regalar más suspensiones por culpa de idiotas que no tienen nada mejor que hacer que hablar de mí cuando creen que no los escucho.
La puerta se abre y el profesor entra. Todo el ruido se disuelve como si hubieran echado agua sobre una fogata pequeña. Me encanta ese momento: cuando todo el mundo recuerda que están aquí para estudiar, no para seguir dramas de secundaria en cuerpos de universitarios.
Mientras él organiza sus papeles, yo deslizo una mirada hacia la ventana. La luz de la mañana entra en líneas perfectas. El polvo flota en el aire como una promesa de rutina. Afuera, la vida sigue, aunque dentro de esta clase todos actúen como si mi regreso fuese motivo de susurros y comentarios.
Que hablen.
Ya no soy la chica que se deja provocar. O al menos, estoy intentando dejar de serlo.
Y aunque algo dentro de mí sigue ardiendo con esa chispa que parece heredada de algún rincón oscuro de mi pasado, también está la otra parte. La que se vio al espejo hace unos días y decidió que esta vez no respondería con puños.
Hoy no.
El profesor comienza la clase y yo me obligo a concentrarme. Hago notas, subrayo, asiento en los momentos adecuados. Casi olvido el eco de las risas suaves de Amber y su par de decoraciones masculinas.
Hasta que escucho mi nombre.
No el profesor. No un saludo.
Un murmullo detrás de mí, tan bajo que casi lo dejo pasar.
—...por eso la suspendieron, ¿no? Porque no sabe controlarse.
La voz viene del amigo número dos. El que se salvó de un golpe, pero no del miedo en los ojos cuando lo enfrenté en el pasillo.
No me volteo.
No esta vez.
Solo escribo un poco más fuerte. Siento el bolígrafo apretarse entre mis dedos. No por ira, sino por decisión.
Me contengo.
No porque no pueda romperle la cara con una frase. O con un golpe.
Sino porque elegí no hacerlo.
Porque mi padre me enseñó que el verdadero poder es no necesitar usarlo todo el tiempo.
Y porque Branon —aunque no esté aquí ahora mismo— me miró a los ojos el otro día y me dijo que admiraba mi fuerza... pero más aún, mi control.
Sonrío, solo un poco, como si el comentario no me hubiera alcanzado.
Como si ya hubiera ganado sin tener que mover ni un solo músculo.
La clase sigue.
Editado: 02.10.2025