Todo está en silencio.
Hay un pitido constante que me acompaña, pausado, suave, como si marcara un ritmo ajeno a este mundo. Mi respiración es lenta, y por un momento no quiero abrir los ojos. Estoy flotando en una nube de sedantes y cansancio... pero debajo de eso, siento el dolor. Un ardor sordo en las costillas. Un peso en la mejilla. Como si mi cuerpo entero recordara algo que mi mente apenas puede alcanzar.
La pelea.
Los golpes.
Mis costillas. Mi rostro.
Quiero moverme, pero todo duele. Incluso respirar me hace fruncir el ceño.
Abro los ojos.
La habitación está en penumbra, con la luz del atardecer entrando tímidamente por una rendija de la persiana. Todo es blanco. Todo es clínico. Frío. Pero a mi lado hay algo que rompe con esa frialdad.
Branon.
Está encorvado en una silla que claramente no está diseñada para dormir. Su cuello ladeado, los labios entreabiertos, una arruga en el entrecejo incluso mientras duerme. Su mano grande envuelve la mía. No la suelta. Como si soltarla significara perderme.
Me quedo mirándolo. Siento un nudo en la garganta. No por el dolor físico, sino por él. Por lo que significa verlo aquí.
A mi lado.
Siempre.
Intento mover los dedos. Mi mano está dormida de estar en la suya tanto tiempo. La retiro lentamente, con cuidado... pero el contacto roto hace que él se despierte de golpe.
Sus ojos se abren y en cuestión de segundos se enderezan, sus pupilas recorren mi rostro hasta que se clavan en los míos. Me encuentro con su mirada llena de alarma, hasta que se da cuenta... de que estoy despierta.
—Teal... —susurra, y su voz se rompe un poco.
Sonrío.
Pequeñito, apenas curvando los labios, porque hasta eso duele... pero sonrío.
—Hola, Branon.
Él se inclina sin esperar, toma mi mano de nuevo con fuerza contenida y se acerca hasta que su frente casi roza la mía. Sus ojos están rojos, como si no hubiera dormido. Como si hubiera estado esperando.
—Pensé que no ibas a despertar hoy... —dice con voz baja, ronca, cargada de un cansancio brutal.
—Solo necesitaba una siesta —bromeo con debilidad.
Él suelta una risa temblorosa, y sus labios tiemblan apenas antes de acercarse a mí. Me besa.
Despacio.
Como si besarme fuera una forma de tocarme sin lastimarme. Sus labios se posan en los míos con una dulzura que no conocía. Nada de urgencia, nada de pasión desbordada. Solo ternura. Solo amor.
Cierro los ojos y dejo que ese beso me envuelva más que las sábanas. Su mano acaricia mi mejilla con cuidado, evitando los moretones, y por un segundo olvido que estoy conectada a máquinas. Olvido el dolor.
Solo siento paz.
Cuando se separa, mantiene su frente pegada a la mía, con la respiración entrecortada.
—No voy a perdonarme por esto —murmura—. Por no llegar antes. Por no protegerte.
—No fue tu culpa —susurro. Mi voz es un suspiro. Pero es clara.
—Yo debía estar ahí.
—Tú estás aquí. Ahora. Eso es lo que importa.
Él me mira, y algo en sus ojos cambia. Como si necesitara que yo lo dijera en voz alta para creerlo. Sus dedos entrelazan los míos. No pienso soltarlo.
—¿Te duele? —pregunta con suavidad.
Asiento.
—Un poco. Las costillas, la cara... mi orgullo —bromeo de nuevo, aunque me cuesta.
Él baja la mirada y besa el dorso de mi mano.
—Te ves hermosa incluso golpeada —dice, y me hace sonreír de verdad esta vez, a pesar de todo.
—Mentiroso.
—Nunca contigo.
Lo creo.
Respiro hondo, aunque eso trae un pinchazo en el costado. Vuelvo a mirarlo. Su cercanía, su calor, su presencia... todo me envuelve más que las mantas de hospital. Y por primera vez desde que todo pasó, me siento a salvo.
—¿Cuánto tiempo llevo dormida?
—Unas cuantas horas. Te estabilizaron y te pasaron aquí. Tus padres te vieron antes... ahora están hablando con el doctor.
—¿Y tú?
—Yo... no me pienso mover de aquí.
Y sé que lo dice en serio.
Lo creo con cada fibra de mi cuerpo.
Cierro los ojos, no porque quiera volver a dormir, sino porque quiero sentirlo. Su mano en la mía. Su respiración cerca. Su presencia es como una promesa silenciosa de que no estoy sola.
No me dice "te amo".
Pero lo hace.
En cada gesto, en cada palabra. En cómo me sostiene la mano. En cómo no se va.
Y yo, incluso con el cuerpo adolorido, siento algo encenderse en mi pecho.
Algo que ni los golpes pueden apagar.
Editado: 02.10.2025