Liss e Isy caminaron hacia la sala de espera, cada una metida en sus pensamientos.
El aeropuerto estaba raro, súper silencioso, solo se oían los pasos y los anuncios por los altavoces, como si estuvieran lejos. La luz blanca hacía que sus ojos se vieran tristes. Liss le echó un ojo a su amiga, pero no dijo nada. Sabía que Isy estaba sufriendo por dentro.
Isy agarró los boletos fuerte, intentando parar el tiempo. Miraba la pista, donde los aviones despegaban uno tras otro, llevándose historias, promesas y el amor a su vez.
Ella esperaba que Leo apareciera, que entrara corriendo por las puertas, gritara su nombre y le rogara que no se fuera. Pero el reloj seguía y anunciaron su vuelo.
—Isy —dijo Liss en voz baja, tocándole el brazo—, ya tenemos que irnos.
Isy tragó saliva, miró por última vez las puertas, esperando ver a Leo... pero nada. Solo la tristeza que le dejó. Suspiró y caminó hacia la zona de embarque.
Mientras ella estaba sentada en el avión, miró por la ventana y vio como su ciudad se hacía pequeña, como los sitios donde fue feliz desaparecían entre las luces. No dejaba de pensar en Leo, en su sonrisa, en cómo la abrazaba cuando todo iba mal.
Pero ahora ella era la que lo dejaba tirado, la que se escapaba sin decir nada, llevándose la mitad de su corazón.
Justo en ese momento, en un bar de Bogotá, Leo estaba bebiendo para olvidar. La luz era baja, el humo del cigarrillo se movía y olía a whisky. En la barra había un montón de vasos vacíos, prueba de que un hombre estaba sufriendo mucho.
—Papá —dijo Darius por teléfono, con voz cansada.
—¿Qué pasa, hijo? —preguntó Alexander, sentado con Valeria, que lo miraba preocupada.
—Papá, Leo se ha tomado un montón de whisky... no para de pensar en su ex. Dice que se le escapó de las manos —dijo Darius, resignado.
—Voy para allá —respondió Alexander, levantándose rápido y colgando la llamada.
—¿Qué pasa, mi amor? —preguntó Valeria, preocupada.
—Leo está borracho. Voy con Darius a buscarlo —contestó Alexander, poniéndose una chaqueta y cogiendo las llaves del coche.
Hacía frío y parecía que Bogotá lloraba con una lluvia suave que mojaba el coche. Alexander apretó el volante, preocupado. Sabía que su hijo tenía buen corazón, pero también sabía que cuando Leo se enamoraba, lo daba todo... y cuando le rompían el corazón, se hundía.
Al llegar al bar, la música sonaba muy alta. Era una canción lenta y triste, como si se burlara de su pena. Alexander miró a la barra y ahí estaban: Darius, con la cabeza baja, y Leo… destrozado.
Leo tenía los ojos rojos, el pelo revuelto, la camisa manchada de whisky. Estaba fatal.
—¡Déjame tomarme otra botella, Darius! —gritó Leo, golpeando la barra, llorando.
Alexander sintió pena. Era su hijo, pero parecía otra persona, un hombre roto.
Darius intentó pararlo, pero Leo lo empujó.
—Déjame en paz, hermano… déjame beber hasta que se me olvide su cara… hasta que no oiga su voz.
El camarero, incómodo, miró a Alexander pidiendo ayuda.
—No le sirvas más —dijo Alexander acercándose con pasos rápidos.
Leo lo miró, sin entender, y se rio con amargura.
—Mira, el salvador… —dijo con voz ronca—. ¿Vienes a ayudarme, papá? Ya no hay nada que hacer.
Alexander se sentó a su lado, tranquilo.
—Leo, hijo, ya está bien. Vamos a casa.
—¿Casa? —repitió él, entre lágrimas—. ¿Qué casa, papá? Ella era mi casa… y se fue, no la encuentro por ningún lado.
Darius lo miraba sin poder hacer nada.
Leo se puso la mano en el pecho.
—Me duele, ¿sabes? —dijo con voz temblorosa—. Me duele aquí, donde ella apoyaba la cabeza cuando me decía que me amaba. Me duele tanto que ni el alcohol me ayuda.
Alexander suspiró y le puso la mano en el hombro.
—Hijo, el amor duele, pero no te hagas esto. Ella no se merece que estés así.
—¡No hables de ella como si nada! —gritó Leo, golpeando la barra—. ¡No sabes lo que era para mí!
Todos en el bar se quedaron callados. Algunos miraban con curiosidad, otros con pena. Leo respiró hondo, se tapó la cara y empezó a llorar.
Alexander le habló con suavidad.
—Hijo… sé que la amas. Pero si alguien te deja sin explicación, no merece que te destruyas.
Leo levantó la vista. Tenía los ojos llenos de rabia y tristeza.
—No entiendes, papá… no solo me dijo adiós, me traicionó. Ni una palabra, ni un mensaje… se fue. Como si nada de lo que vivimos hubiera existido. Como si yo no le importara nada.
Darius se acercó.
—Hermano, vámonos. Por favor.
Leo se levantó, pero no quería rendirse.
—No me voy a ir. Quiero olvidar. Quiero que este dolor desaparezca.
Alexander se levantó también, lo agarró fuerte por los hombros.
—Te vas conmigo. No voy a dejar que te pierdas esta noche, Leo.
Leo se resistió, pero estaba muy cansado.
Cuando salieron del bar, hacía mucho frío. Llovía más fuerte. Las gotas se mezclaban con sus lágrimas.
—¿Sabes qué es lo peor? —dijo Leo mientras caminaban al coche—. Que cada vez que cierro los ojos la veo… sonriendo, diciéndome que me ama. Y cuando los abro, no hay nada.
Alexander lo ayudó a subir al coche.
—El tiempo, hijo. Solo el tiempo puede curar tu dolor.
Leo negó con la cabeza.
—No, papá. El tiempo no cura… solo te enseña a fingir que eres feliz.
El camino a casa fue en silencio. Darius, desde atrás, lo miraba preocupado. Leo miraba por la ventana, viendo las luces borrosas por la lluvia. En cada reflejo veía a Isy.
Al llegar, Alexander lo ayudó a entrar. Leo se dejó caer en el sofá, tapándose la cara. Valeria salió de la habitación, sorprendida al ver a su hijo.
—Dios mío, Alexander… —dijo—. ¿Qué le pasó?
—El amor, mamá… el amor —respondió Darius, triste.
Leo se levantó.
—No necesito que me tengan lástima, mamá. Solo quiero dormir… o no despertar.
Valeria se acercó.
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Editado: 07.11.2025