Sofia y yo continuábamos con nuestro juego. Esta vez le añadimos un toque más oscuro. “El hombre perfecto” resultó no ser tan perfecto como creíamos. Era un asesino despiadado que había acorralado a su esposa y estaba dispuesto a matarla.
— No me hagas daño, por favor. ¡Aléjate! – dijo Sofía imitando muy bien a una chica asustada.
— Yo. Matarte – respondí y acerqué mi muñeco a ella. El hombre perfecto sostenía un mondadientes, esa era su arma.
— ¿Por qué habla como si tuviera retraso mental? – preguntó Sofía saliéndose del personaje. Cruzó los brazos, la cabeza de la muñeca se encontraba cerca de su axila.
— Pensé que hablaría de esa forma si tuviera tres cerebros.
— Tiene tres cerebros, debe ser más inteligente. Es cuestión de lógica.
— No, lo más probable es que sean más estúpidos.
— Cómo se nota que jalaste aritmética. Si alguien tiene tres cerebros quiere decir que es tres veces más inteligente que un humano promedio, que solo tiene uno.
Sofia y yo dejamos el juego y comenzó a discutir sobre cerebros. Nosotras discutíamos por todo. Estaba en nuestra naturaleza. En nuestros genes. En el cumpleaños de Cinthia discutimos sobre su deberíamos usar medias rojas o verdes para ir a su fiesta.
— El verde es su color favorito. Sería un bonito detalle.
— ¿Se lo has preguntado?
— No, pero a quien no le gusta el verde. Si vamos con medias verdes, ella se alegrará.
— Cinthia es daltónica pedazo de bestia.
Mi madre interrumpió nuestra discusión, de nuevo.
— Hola chicas – estoy segura que nos va a pedir un favor -. ¿Podrían hacerme un favor?
Lo sabía.
— Claro, pero primero respóndenos una pregunta: ¿Si a una persona le trasplantan tres cerebros se vuelve más inteligente o más estúpida?
— Más inteligente – respondió sin dudarlo -. Pero no por mucho tiempo. Tantos cerebros no cabrían en su cráneo, no tendrían suficiente oxígeno, las arterias se hincharían causando aneurismas que lo matarían en unos minutos. Sería más inteligente, solo para darse cuenta de lo estúpido que fue al tomar esa decisión.
Las dos nos quedamos callados, intentando digerir lo que nos había explicado.
— ¿Lo ves? Yo tenía razón – me restregó Sofía en la cara.
— ¿Qué tenemos que hacer? – le pregunté con un tono lleno de reproche. Se supone que tiene que estar de mi lado. Somos parientes cercanos.
Mi madre cargaba una bandeja llena de comida. Unos sándwiches de jamón con queso y unas tazas de café humeante. Ambos producían un aroma agradable que me hacían recordar que todavía no había cenado. Todavía conservaba la liga del cabello, siempre la usaba cuando tenía que cocinar algo.
Estábamos cortas de personal, así que teníamos que todo nosotras tres por ahora.
— ¿Podrían llevarles la cena a nuestros nuevos huéspedes? No quedó nada de la cena, ya saben cómo es el señor Garrido – bajó la voz – nunca deja nada.
Sofia me cerró la boca y me dijo que lucía como una tonta.
— ¿Eso quiere decir que…? – estaba mortificada.
— Descuida, te prepararé algo rápido cuando regreses.
— Pero yo quiero arroz con leche – dije con un puchero.
Mi madre me ignoró y dividió la bandeja en dos partes. A mí me tocó un sándwich y una taza de café; y a mi prima, dos sándwiches y dos tazas. Sofia era una cabeza mas alta que yo y más fuerte.
¿Intelectualmente?
Yo saco uno puntos más en inglés e historia.
Las dos caminamos hasta las respectivas habitaciones. Le llegaba al hombro a Sofía y tenía que levantar la cabeza si quería hablar con eso. Por eso prefería hablar con ella cuando estábamos sentadas.
— ¿Cómo encontraste a esos sujetos?
— No los encontré, ellos vinieron a mi. Un rayo destrozó su camioneta cerca del jardín. Yo solo les ofrecí pasar la noche en nuestra posada.
— Buena estrategia – admitió Sofía.
Ambas habitaciones se encontraban en el fondo del pasillo; mi madre fue muy inteligente en ubicarlos ahí, teníamos más habitaciones en el segundo piso. La bandeja se sostenía con precisión en las manos de Sofía, mientras que yo batallaba para que el café dejara de derramarse. Ella tenía más futuro como mesera que yo.
Sofía sostuvo la bandeja con una mano, algo que yo no podría hacer por nada del mundo. Tocó la puerta y la dejaron entrar. Su estadía en la habitación duró menos de un minuto.
— Nos vemos en la sala – me dijo apenas salió.
Toqué la puerta con el pie derecho.
— ¿Quién es? – preguntó la señora Ysma.
— Soy yo, Carol. La chica que la ayudó a bajar la silla de ruedas.
— Pasa. Está abierto.
Empujé la puerta con mi cadera. Ella estaba echada en la cama, tenía una toalla en la cabeza (podía ver unos rizos blancos saliendo de ella). La señora Ysma era tan pequeña que, desde la puerta, lucía como una muñeca que una niña olvidó. La anciana se veía más relajada, eso me alegraba.