Una pistola cayó en el centro de la sala. Todos nos vimos entre nosotros, y luego al arma. Hacía frío y aun así no podía dejar de sudar. Dejé que el miedo me dominará, me alejé del arma. Este no fue un sentimiento compartido, los demás se lanzaron sobre ella.
¿De dónde había venido?
La respuesta era Rick.
Rick arrojó otra pistola, esta cayó en mi cabeza. La recogí e ignoré el chichón. Era más pesada de lo que creía.
“¿Qué se supone que tengo que hacer con ella?”, me pregunté a mi misma.
—¿No sabes cómo usar un arma? — me preguntó el escarabajo. El animal dorado descansaba en mi hombro.
Negué con la cabeza. Había visto tantas películas de sujetos musculosos que disparaban y jamás fallaban. Lo hacían ver tan fácil.
—La educación por estos lugares está hasta las patas. ¿Acaso no les enseñan cosas realmente importantes a los niños? — se quejó el escarabajo. Aun así se las ingenió para enseñarme como usar el arma.
El señor Garrido se había quedado con la pistola. Era de cañón largo. Apuntó a la señora Graciela y disparó sin dudarlo. La cabeza de la anciana estalló, pensé que solo le iba a dejar un punto en la frente como a los hindúes. Mi madre estaba cerca de ella, toda la sangre, restos de cráneo y cerebro mancharon su cara.
Mi madre estaba indefensa, si ella tuviera un arma era más que obvio que hubiera disparado al señor Garrido sin dudarlo. Ella hizo lo que cualquier persona indefensa hubiera hecho en esta situación:
Se puso a gritar.
El señor Garrido puso el cañón en su cara.
—Cállate — dijo juntando los dientes. El temor hizo que mi madre soltara el cuchillo.
Le disparé. La bala reventó su oreja, pensé que le iba a reventar la cabeza. El señor Garrido se puso a gritar de dolor al palpar su inexistente oreja.
—Fallaste. Si que eres mala — me habló el escarabajo.
—Para ser mi primera vez no está mal.
Mi madre trató de quitarle el arma al señor Garrido; el anciano supo defenderse y golpeó su cara con la culata de la pistola. Ella se cubrió la boca al darse cuenta que le había partido dos dientes. Escondí el arma en mi espalda para que no se diera cuenta que he sido yo.
Toda la ropa del señor Garrido estaba manchada de sangre. Parecía que en cualquier momento se iba a desmayar, con la ayuda de unos pañuelos (algunos usados) fue capaz de contener la hemorragia.
El cañón regresó a la cara de mi madre. Ella se cubría la cara con más manos como si de un escudo se tratase.
—Unas últimas palabras.
Mi madre no dijo nada. Todavía estaba pensando hasta que se le ocurrió una:
—Brillo.
Se trataba del brillo que salía del sillón del señor Felipe, quien seguía sin estar consciente de lo que estaba pasando. Era sordo. Mi madre y el señor Garrido corrieron hasta la fuente del brillo. Yo también me acerqué hasta que escuché un estruendo.
Era Sofía, tenía los nudillos manchados de sangre y el cuerpo del señor Daniel estaba en el suelo. Tomó la espada y la examinó como un coleccionista evalúa una pieza invaluable.
—Viejos, ¿Nunca duran, eh? Me voy a quedar con esto — dijo refiriéndose a la espada.
Sus ojos se enfocaron en mí. Sonrió.
—¿Qué tienes en la espalda, Carol? — ella se acercó a mí, cambiando la espada de mano en mano.
Dio un paso al frente. Le mostré el arma para que se alejara. El cañón apuntaba directamente a su cara. No tenía puesto el seguro así que no había nada que me impidiera disparar.
Sofia levantó las manos, no era una broma. Fue una acción influenciada por el terror.
—Suelta esa espada — le ordené y obedeció —. Quédate quiera.
Sofia no era la única que estaba asustada, yo temblaba como una gelatina a media cuajar. Si el dispararle al señor Garrido ha formado una imagen que se quedará conmigo por el resto de mi vida; el disparar a Sofía en la cara será algo que no me dejará vivir en paz.
O no…
—Adelante. Dispara — el escarabajo me hablaba al oído. Su voz era tan calmada que era alienígena. Ahora mismo estábamos viviendo una etapa super tensa.
—No puedo — respondí en voz baja. Con náuseas. ¿Cómo podía traicionar a mi dios?
—Vi como la mataste — el escarabajo se mostró comprensivo —. Hay un instinto asesino dentro de ti y quiero que lo saques a relucir.
—No puedo… — las imágenes de mi destrozando a mi prima con un bate de baseball ya no me parecían tan divertidas como antes.
—Ahora no puedes — dijo el escarabajo con cierto derrotismo, como si se estuviera rindiendo de mí.
—¿Por qué?
—Mientras divagabas tu prima te quitó el arma.
Mis manos estaban vacías. El arma se encontraba en las manos firmes de Sofía, quién tenía una expresión maligna en su rostro.
—Si apuntas con un arma, asegúrate de disparar — esa frase la sacó de una película que vimos un sábado por la noche. No me acuerdo cómo se llamaba, solo recuerdo que salía Jean Claude Van Damme, y que me quedé dormida a los diez minutos. Sofia la vio completa.