Mi madre también tenía una joroba en la espalda, cosa rara porque siempre tenía la espalda recta. Era el escarabajo, ella también lo tenía en espalda y le estaba diciendo lo mismo que a mí.
Que cuando esto termine me llevará a un paraíso donde todo será felicidad.
Mentiroso.
Mi madre tenía el rostro contraído, miraba con mucho odio a la señora Ysma, que no dejaba de sonreír sin dientes. Quería matarla casi tanto como yo.
—Pon el cañón en tu cabeza — le ordenó.
Mi madre obedeció. El cañón deformó su cachete. Cerró los ojos y dejó que las lágrimas fluyeran.
—Tú también has lo mismo — me ordenó.
Puse el arma en mi cabeza y supongo que habré puesto pegamento en mi sien y en mi mano sin saberlo porque no podía bajar el arma por mucho que me esforzase.
Cerré los ojos.
Me encontraba en la misma sala, con menos muebles y menos cadáveres. Lo que si acaparaba todo el espacio era un gigantesco escarabajo dorado. El enorme insecto tenía sus ojos fijos en mí, mis piernas temblaban. Traté de retroceder, pero no podía moverme. El animal acercó una de sus patas y solo pude llorar en silencio cuando presionó el arma en mi sien.
—No te resistas — me dijo el escarabajo — solo un leve movimiento en los dedos y me aseguraré que todos tus deseos se hagan realidad. Por fin podrás ser feliz.
—Mentiroso — conseguí decir. Me dolía mucho hablar.
—¿Qué dijiste? — preguntó el animal demandante. El sonido de su voz hizo retumbar las ventanas.
—Eres un monstruo. Le dijiste lo mismo a mi madre y a los demás. Tú no quieres a nadie.
—Al contrario mocosa. Los quiero a todos.
La señora Ysma revisó su reloj. Eran las 11:58.
—Deben morir un minuto antes de la medianoche. Cuando les diga la palabra “disparen” ustedes disparan. ¿Comprenden?
Las dos asentimos al mismo tiempo. El arma pesaba demasiado. Me dolían las manos y la cabeza. El cañón estaba sucio y tenía un dolor repugnante. La idea de tenerlo en mi cabeza.
Regresé a la habitación sin muebles.
Las patas del escarabajo dejaron de presionar el arma. La bajé con delicadeza.
—Pon esa arma en tu cabeza de inmediato — me ordenó el escarabajo.
Sonreí con una mezcla entre confianza y debilidad.
—¿Y si no lo hago que vas a hacer?
—Perra, mírame. Soy más grande que tú. Si no haces lo que te digo me comeré tu maldita cabeza.
—¿Más grande que yo, en serio? Según recuerdo tú eres pequeño, tan pequeño que apenas cabías en la palma de mi mano.
El escarabajo se encogió hasta el tamaño de un insecto. La habitación se veía más grande sin su presencia. Retrocedió asustado al ver cómo me acercaba.
—Has estado jodiendo mi cabeza toda la noche, maldita alimaña. Déjame decirte una cosa: esto se acabó.
Levanté mis pies y le di un pisotón y otro más y otro más. El primero destrozó su caparazón; el segundo aplastó sus órganos y los siguientes lo convirtieron en una sopa amarilla.
Jamás aplastar a un insecto me había causado tanta felicidad.
Solté la pistola. Por suerte esta no se disparó sola como ocurrían en las películas.
—Recoge esa pistola ahora mismo — me ordenó la señora Ysma hecha una furia. Ella me pudo haber mordido si tuviera dientes.
Obedecí. Recogí el arma y le apunté en la cabeza.
—Déjate de estupideces, mocosa. ¿O acaso no quieres el escarabajo?
Me mostró el escarabajo brillante, la miré como si fuera un experto en joyería mirando a una baratija de tres soles. No me impresionaba. El escarabajo se había ido, ya no formaba parte de su control.
Lo que si me impresionó fue la presión de un cañón en mi cabeza. Mi madre tenía las lágrimas que sudor. Su rostro era más rojo gracias a las lágrimas y la sangre.
—Perdóname — consiguió mascullar.
—¡Mátala ya! — gritó la señora Ysma.
Cerré los ojos y apreté el gatillo.
Abrí los ojos. Esperaba encontrarme frente a dos escaleras mecánicas; una que me conduciría al cielo y la otra, al infierno. O a la nada misma. En su lugar, seguía en la sala de nuestra posada, con mi madre a mi lado y un montón de cadáveres a nuestro alrededor.
La señora Ysma se encontraba frente a nosotras, no se veía muy bien. No se preocupen, se pondrá mejor en cuanto le crezca otra cabeza.
El arma de mi madre apuntaba al cadáver de la bruja. La matamos entre las dos. Vaya actividad, madre e hija.
No podía entrar en la cabeza de mi madre, pero estaba segura que ella también hizo lo mismo que yo: se liberó de las cadenas del escarabajo a base de pisotones.
Las dos soltamos las armas y nos dimos un abrazo que pareció durar días, solo duró unos minutos. Pudo haber sido más tiempo, pero un brillo nos iluminó en la cara.
Era el escarabajo que se encontraba en la mano de la señora Ysma.