El escudero leal (el viaje del caballero)

PARTE CUATRO - PELIGROS

En la mañana la lluvia había cesado. De vuelta en el camino, Milton iba detrás de Sir Jude; se apreciaba el ambiente hosco del Reino de las Tinieblas.

El camino era puro barro, los árboles eran grandes y a los costados del sendero había rocas de todos tamaños, además de alimañas peligrosas que se escondían entre los matorrales. Al escucharlos pasar, el caballo de Sir Jude relinchaba asustado de vez en cuando.

—¿Hasta dónde tenemos que llegar? —preguntó Milton desde atrás.

—Ves allí —señaló Sir Jude con su mano un árbol viejo y roto—. Saldremos del camino ahí, subiremos; tendremos que ir a pie y cerca de la cima está la fortaleza.

Sir Jude iba a trote lento, pensativo y preocupado. Tal cosa no era para menos.

Al llegar al árbol, ambos bajaron de sus monturas y siguieron el camino a pie. Al pisar el suelo, Milton notó que estaba resbaladizo, sus botas se llenaron de barro y pudo sentir la humedad entrar a su pie. Sir Jude se metió entre las ramas y todas las hojas del suelo hacían ruido cuando él las apartaba a un lado, limpiando el camino a Milton que iba detrás de él. La pendiente era peor, Sir Jude le ordenó: —Niño, pisa donde pise yo, puede haber una trampa.

Milton no tenía ninguna intención de hacerse el héroe y subió al ritmo de él.

Al llegar a la cima, Sir Jude dijo en voz baja: —¡Agáchate, niño! Milton lo hizo y Sir Jude se detuvo y se postro en la pendiente. Al subir, Milton pudo darse cuenta de que las leyendas de Bosque-terror no estaban tan erradas: la puerta de la fortaleza era grande y negra, el olor a carne podrida rondaba en el ambiente, y unos cuervos sobrevolaban arriba de ella al acecho, mientras un par de caballeros hacían guardia, bien armados.

Sir Jude lo miró y susurró: —Tenía razón. Milton le hubiera querido preguntar quién, pero guardó silencio.

—¿Dónde estará? —susurró Sir Jude, pensativo.

Las torres de vigilancia estaban desiertas. Siendo sinceros, ¿quién se atrevería a cruzar esas puertas?

Al pasar los minutos mientras observaban, la puerta de la fortaleza se abrió poco a poco: —¡Creeeak! —sonó por lo pesada que era. Un hombre salió con una carreta con extremidades humanas: a uno lo colgó a un costado de la fortaleza clavado con un clavo grande en su mano, y la otra extremidad era una cabeza humana fresca que la clavaron en una pica. Cuando el hombre volvió a entrar, dijo: —Mi señor no ejecutará a nadie más por hoy. Condujo la carreta hacia la fortaleza y la puerta se fue cerrando al entrar —¡Creeek! —sonó de nuevo.

Los caballeros seguían haciendo la ronda a lo largo de la entrada de la fortaleza. Milton observó cómo los cuervos bajaron y comenzaron a picotear a los muertos.

—La muerte ronda aquí, Sir —comentó Milton en voz baja.

Sir Jude lo miró y dijo: —Hay que pensar en un plan. Volvamos con los caballos, es peligroso quedarse tan cerca.

Ya abajo, encontraron las monturas entre los árboles, olfateando la zona. Sir Jude se sentó pensativo en el barro al lado de su caballo, mientras Milton se quedó parado acariciando el lomo de su burro.

—Sir, ¿vale la pena unas tierras y un poco de oro por arriesgar su vida de esta manera? —Milton se tocó la sien y siguió—. Ahí afuera hay dos y dentro puede haber media docena o más —tomó respiración y continuó—. Nosotros somos menos, un caballero y medio, o tal vez un cuarto caballero —apretó los dientes y suspiró profundamente.

Buscó su espada que guardaba en su bolso y notó que su bolso no estaba atado al burro. Se rasco la frente y buscó en el piso, bajo al sendero y no lo encontró.

—Mi bolso —se lo llevaron —dijo nervioso a Sir Jude.

El caballero se levantó y comprobó que su bolso estaba en el caballo.

—Se te habrá caído al salir de la posada —dijo calmado Sir Jude.

—¡NO! —dijo enojado—. Antes de subir a la cima tomé mi espada y la dejé. —Un sonido en los matorrales sonó.

Sir Jude sacó su espada de la bolsa y se puso delante de Milton, empujándolo hacia atrás.

—Sal de ahí y ríndete, no querrás enfrentarme hoy —puso a un lado su espada mostrándola en su esplendor.

Un hombre salió detrás de los matorrales, se sacudió el barro de sus piernas: en una mano llevaba el bolso de Milton y en la otra una espada peculiar.

—¡Ja, ja, ja! —rió el ladronzuelo y dijo—. Anciano, por más que tengas una espada muy linda, no significa que seas bueno.

Milton miró al ladrón con detenimiento y soltó —eres tú —dijo señalándolo—. Estabas en la posada, con una mujer.

—¿Qué posada? —preguntó Sir Jude y siguió—. ¿La del sapo amarillo?

—Sí —afirmó Milton—. Sí.

—Bien, devuelve el bolso y te dejaré ir.

—¡Ja, ja! —soltó con ironía el ladrón.

Tiró el bolso a un lado y se lanzó contra Sir Jude, le tiró una estocada certera que el viejo caballero paró con su mandoble. El ladrón era hábil, lanzó una tras otra. Sir Jude contraatacó y fue más sabio que habilidoso, lo hizo tropezar, tiró otras estocadas y en un momento la espada del ladrón parecía que iba a romperse tras recibir golpe tras golpe de Sir Jude. Le dio una estocada hábil que lo hizo caer. Sir Jude iba a clavarle la espada en el estómago y el ladrón lo esquivó, se levantó y se lanzó como una pantera hacia el viejo caballero. Los dos mostraban habilidad en la danza de las espadas y Milton, a lo lejos, disfrutaba del gran sonido de acero contra acero. Sus piernas le temblaban sin saber qué hacer. El ladrón lo acorraló en una zona llena de barro, la cota de Sir Jude había pasado de gris a negro tierra. El ladrón, con su destreza, le dio un golpe de acero tras otro. Sir Jude resistía en cada estocada como un montañés fiero, pero uno de los golpes lo desestabilizó y el viejo cayó en el lodo. El ladrón pateó su espada a un lado y, espada en mano, dijo —me quedaré con tu espada y con tu caballo; al verlo, Milton supo que debía hacer algo. Corrió, tomó su espada del suelo, fue por detrás del ladrón y cuando estaba a punto de clavarle la espada en sus entrañas y Sir Jude se iría con su dios, Milton agarró de la hoja a su espada y con el mango lo golpeó en la cabeza, noqueándolo al ladrón que cayó seco a un costado, y salvándole la vida a su amigo.




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