El Escudo Invisible de Leo.

El Escudo invisible.

El sol de la tarde se colaba por la ventana del comedor, pintando un rectángulo cálido en el suelo de madera pulida. Pero la luz parecía rebotar en Leo, un niño de nueve años con el pelo castaño despeinado y unos ojos que normalmente chispeaban como dos canicas brillantes. Hoy, esos ojos estaban opacos, pegados al plato de ravioles que su madre, Ana, había preparado con tanto cariño.

Ana y Marcos, su padre, intercambiaron miradas silenciosas al otro lado de la mesa. Era el tercer día consecutivo que Leo volvía del colegio con esa nube oscura sobre él. Los cuadernos arrojados sobre el sofá en lugar de colocados en su sitio, las respuestas monosílabas a las preguntas sobre su día, la forma en que encogía los hombros, como si quisiera desaparecer.

"Leo, ¿están ricos los ravioles?", preguntó Marcos, intentando romper el hielo con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.

Leo asintió, empujando un ravioli con el tenedor sin llevarlo a la boca. El silencio volvió a caer, espeso y pesado, solo interrumpido por el clink suave del tenedor contra el plato.

Ana dejó su propio tenedor. Su voz era suave, cargada de una preocupación que intentaba disimular para no abrumarlo. "Cariño, ¿pasó algo en el colegio hoy? Te veo… te veo un poco triste."

Leo se tensó. Apretó los labios y negó con la cabeza, los ojos aún fijos en el plato. El "no" era apenas un susurro.

Marcos suspiró suavemente. "Hijo, sabes que puedes contarnos lo que sea, ¿verdad? Si te peleaste con alguien, si tuviste un mal día… lo que sea."

La negación de Leo se hizo más insistente, pero una lágrima solitaria se desprendió de su ojo izquierdo y rodó por su mejilla pálida. Se secó la lágrima con el dorso de la mano con brusquedad, como si quisiera borrarla, hacerla inexistente.

Ana se levantó y rodeó la mesa. Se arrodilló junto a la silla de Leo, su rostro a la altura del suyo. El olor a perfume suave y a calidez familiar envolvió a Leo, un pequeño bálsamo contra la angustia que sentía.

"Leo, mi amor", dijo Ana, su voz ahora un hilo de dulzura. "No tienes que estar bien todo el tiempo. Está bien si algo te duele. Está bien si estás triste. Solo queremos entender para poder ayudarte."

Leo levantó la vista, y el dique se rompió un poco. Sus ojos se llenaron de lágrimas, la barbilla le tembló. "Ellos… ellos me dicen cosas", murmuró, la voz quebrada.

Marcos se levantó también y se acercó, colocando una mano firme pero gentil sobre el hombro de su hijo. "¿Quiénes, campeón? ¿Quiénes te dicen cosas?"

Leo dudó. Hablar de eso le daba vergüenza, un miedo frío se instalaba en su estómago cada vez que pensaba en ellos. Eran las risas en el pasillo, los empujones "sin querer" en el patio, los apodos susurrados lo suficientemente alto para que los oyera, pero lo suficientemente bajo para que los maestros no se dieran cuenta. "Algunos niños... del curso de al lado", dijo finalmente, su voz apenas audible.

"¿Qué te dicen, hijo?", preguntó Ana, con el corazón apretado. La imagen de su pequeño, su Leo risueño y curioso, siendo herido por palabras, le revolvía las entrañas.

Las lágrimas de Leo cayeron más rápido ahora. "Dicen que soy raro. Que mi ropa es vieja. Que mis dibujos son tontos. Que no debería estar con ellos." Las palabras salían atropelladamente, como si fueran piedras que había estado guardando dentro y que ahora le quemaban. "Hoy… hoy me escondieron la mochila en el baño de niñas."

Una exhalación de indignación se escapó de Marcos. Apretó la mandíbula, la mano sobre el hombro de Leo se afirmó por un instante. Ana cerró los ojos por un segundo, luchando contra la rabia que empezaba a hervirle en el pecho. Pero ambos sabían que su enojo no era lo importante ahora. Lo importante era Leo.

Ana tomó las manos de Leo entre las suyas. Estaban frías y temblorosas. "Oh, mi amor. Eso es… eso es muy injusto. Y duele, ¿verdad?"

Leo asintió, sollozando más fuerte. "Mucho. No quiero ir más. Me duele la panza cada mañana."

Esa frase perforó a Ana y Marcos como una flecha. La "panza" de Leo era el termómetro de su angustia. Cada vez que estaba estresado o asustado, le dolía el estómago. No era un invento, era su cuerpo gritando lo que su voz callaba.

Marcos se agachó también, para estar al mismo nivel que Ana y Leo. Estaban formando un pequeño círculo de protección en medio del comedor. "Escucha, campeón. Lo primero que tienes que saber es que nada de lo que te dicen es verdad. Nada."

Ana apretó las manos de Leo. "Tu ropa es la de un niño que amamos y cuidamos. Tus dibujos son maravillosos, llenos de imaginación y color. Y tú… tú no eres raro, Leo. Eres especial. Eres único."

Leo levantó la cabeza, sus ojos empañados de lágrimas buscando sinceridad en los rostros de sus padres. "¿Especial?", susurró, la palabra sonando extraña en sus labios.

"Sí, mi amor. Especial", dijo Ana, su voz vibrando con emoción. "Hay miles, millones de niños en el mundo. Pero solo hay uno como tú. Con tus ideas, con tu risa cuando ves tu dibujo animado favorito, con la forma en que abrazas a Pelusa (su gato), con la curiosidad que tienes por las estrellas… Todas esas cosas te hacen tú. Y tú eres perfecto tal como eres."

Marcos asintió con firmeza. "Esos niños… a veces las personas que hacen daño se sienten mal consigo mismas. Y en lugar de pedir ayuda, intentan hacer sentir mal a los demás para sentirse un poco mejor ellos. Pero eso no es tu culpa, Leo. Ellos son los que están mal, no tú."



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En el texto hay: drama, drama amor, bulling

Editado: 29.05.2025

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