El Escultor del Rey

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          Hace semanas que no he podido crear algo. El rey Lufry Liam exige un nuevo ornamento para su palacio o de lo contrario pedirá mi cabeza. Lo juró con su mano en alto. Me ha dado dos semanas y el tiempo corre. Un artista necesita de un toque especial, de una melodía que despierte lo más puro del alma y, luego, plasmar esa sinfonía perfecta en el lienzo. Pero yo no escuchaba nada en mi interior, nada. Y su majestad el rey no parecía comprenderlo. ¿Cómo sacas de un pozo profundo a un ave que olvidó cómo volar? Un ave que nació para estar en los cielos y acariciar las nubes.

 

          Y en eso me había convertido. En un ave asentada en tierra firme sin poder desplegar alas, condenado a vivir en la superficie. Mi padre estaría decepcionado. Consideraba el fracaso como una vil ofensa a su nombre. Decía que a un criado inútil jamás llamaría “hijo”. Casi sonreía al escuchar que mi vida se encontraba en juego, prefería que muriera a que trajera deshonra a la familia.

 

            Refugiado debajo de mi cama resguardo un baúl en donde atesoro mis recuerdos más íntimos. Cubierto de polvo, rechinó al abrirlo. Lo primero que sobresalió fue una daga que papá me dio cuando cacé mi primer alce. Significaba que me había convertido en hombre. Ese día recuerdo llegar empapado de sangre a casa y papá mostraba un gran orgullo en sus ojos por mí; hace mucho no lo veo así. A un lado hecho un nudo, había una cuerda de cuero. Al tomarla, arrastraba tras de sí un enorme colmillo de lobo. “¡Mi collar!” exclamé. Me lo puse enseguida, sonreí al sentir el aroma del cuero y al ver el colmillo balancearse en mi cuello. Fue un regalo que me hizo mamá de niño tras volver de una salida de tres meses de reconocimiento por las tierras del sur. Me contó una sorprendente historia sobre cómo entró a una cueva oscura a pasar la noche y se encontró con un gigantesco lobo negro dentro; mamá prefiere omitir los detalles de lo que aconteció después, pero en su delicada piel una cicatriz en forma de media luna recorre su torso. En el fondo del empolvado baúl algo que me acortó la respiración: una flor, era una margarita.

 

            Caía la noche y yacíamos sentados uno al lado del otro en el pasto. Ambos contemplábamos el rastro de colores que dejaba el sol al ocultarse tras las montañas. Samaris abrazaba sus piernas contra su pecho. Cada vez que llegaba una nueva brisa, ella cerraba sus ojos disfrutando de su suave caricia; yo aprovechaba para admirarla. No sé cómo expresarlo, al mirarla el tiempo transcurría con más lentitud y eso era suficiente para mí. Sus ojos, tan claros como un lago en primavera, me hacían creer haberla conocido hace años incluso antes de conocerla aquel día en el festival de invierno. Por favor no se me tome por loco pero, quizá nos conocimos en otra vida.

 

            Quizá, Samaris, quizá estuvimos tan cerca que sentimos nuestros latidos inquietarse. Y la brisa, siendo lo único que se interponía entre tus labios y los míos. Quizás, porque cuando te veo siento que ya estuve allí antes. Como si en la intensidad de tu mirada se hallara mi hogar. Es como si alguna vez fui el más afortunado de la tierra y hubiese tenido el placentero derecho de recorrer tu dulce figura con mis dedos, como si ellos ya conocieran a la perfección tu delicada y tierna piel. Porque cuando sonríes mis ojos rebosan de alegría como se alegra alguien al volver a ver a un entrañable viejo amigo. Quizás.

 

                Dentro de mí hay algo que me susurra que te conozco. Que sé cada uno de tus secretos. Acércate a mí, cariño. Tu cabello, salvaje, indomable y, libre, libre como las aves, libre como los sueños de un niño que mira las estrellas e incomparable como el brillo del alba. No sé si quizás, pero ahora lo único que quiero es recordar este momento para siempre. Y, aunque llegue la noche, tu sonrisa y el color de tus ojos me guiarán hacia donde tú estás.

 

              Absorto en mis pensamientos, noté que el sol ya no existía, la oscuridad reinaba. Y ella sostenía una margarita entre sus dedos y la colocó en mi cabello; con empeño, buscaba el lugar indicado para posarla. Seguidamente hizo un gesto como si estuviera evaluando su obra y con una gran sonrisa lo dio por acabado. Su sonrisa, esa preciosa sonrisa. Fue la última vez que la vi. Al día siguiente tuvo que salir a una expedición de reconocimiento a las tierras del este, eso fue hace nueve meses. No he dejado de esperar su regreso un solo día.

 

 

                Ahí en mi habitación, sosteniendo esa flor marchita y llena de grietas, la que una vez fue una dulce margarita en mi mano, Samaris me habló. La que se marchó y no he vuelto a ver, la que despertó ese coro de voces en mi santuario y encendió fuegos artificiales con un sólo recuerdo. Fue mi deseo por tenerla cerca de nuevo, abrazarla y bailar al lado de una fogata en la fría noche y sentir su olor, un aroma a flores y a primavera. Por ver su sonrisa de estrellas y perderme en sus caricias.

 

               Tomé mi cincel y martillo y, la vi. Inmersa en aquella sección de mármol, debía liberarla, debía darle vida. El mundo no se podía perder de su belleza, sería un delito extinguir su luz. Sus brazos extendidos invitándome a bailar, su pureza. Comencé a dar forma a mi recuerdo de la mujer más hermosa que jamás haya visto. Mis manos vibraban al son de mis herramientas esculpiendo mis sentimientos, ardían a causa de mi pasión, de mi amor. De mi deseo tenerla entre mis brazos.




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