El espacio entre tú y yo

CAPÍTULO 2 EN CONTRA DE LAS INJUSTICIAS Emily Wilson

 Me arreglé con premura para ir al instituto. Era mi último año, y el sabor de la despedida me hacía querer disfrutar cada segundo de una etapa que sabía que no iba a volver, pero que en su paso, dejó increíbles recuerdos y personas que ahora formaban parte de quien era yo, y si les soy sincera, eso me afligía un poco, porque no quería tener que separarme de mis mejores amigos: Daniela, Joaquín y Laura. Cuando sientes que tienes todo, empezar de cero, puede asustar un poco. Nunca fui buena para enfrentar los cambios. Me gustaba el confort que me daba mi zona segura. Tenía mi rutina, mis amigos, mi vida. Pero un ciclo estaba llegando a su final y tenía que despedirme de todo lo que conocía, pero no me sentía lista para hacerlo. Todos daríamos inicio a una nueva aventura. Daniela se iría a estudiar sistemas informáticos, nadie sabía manejar mejor una computadora que ella. Laura y Joaquín irían a la facultad de medicina, ella sería pediatra, por su pasión por los bebés y él, cirujano plástico por su pasión por... las partes del cuerpo femenino. Vulgarmente, decía que pasaría su vida viendo todas las «tetas» que nunca pudo ver en el instituto. Mis mejores amigos eran con quienes pasaba la mayoría de mi tiempo, pero también tenía a Santiago. Él estaba enamorado de mí desde que éramos unos niños, y para ese entonces llevábamos dos años «saliendo», aunque no le habíamos dado ningún nombre a lo nuestro. No me había pedido que fuera su novia y no estaba muy interesada en que lo hiciera, pero aun así, nos guardábamos cierta exclusividad. Todos en el instituto sabían que estábamos juntos. Santiago era conocido por sus fiestas y por su físico. En mi caso me reconocían por mi «exclusividad». Todas querían ocupar mi lugar. Soñaban con tener lo que yo tenía: la vida perfecta de Emily Wilson. Santiago y yo éramos la pareja ideal. Esa que ves y dices: «yo también quiero eso». Él no paraba de decir que la adolescencia es la mejor etapa de la vida y que la recordaríamos por las buenas anécdotas, los amigos, los primeros y grandes amores, pero sobre todo, por las fiestas... las buenas fiestas que recuerdan que el tiempo que se disfruta es el verdadero tiempo vivido. Yo me dejaba llevar por lo que habíamos construido. Por eso que representábamos ante todos. Me gustaba que los demás nos vieran como referentes, como lo que quieren, pero no pueden tener. Y también me gustaba lo que era Santiago, ese chico aventurero, extrovertido, bueno con todos, en especial conmigo. Yo era todo para él: su prioridad, su mundo. Pero había un problema... yo no podía amarlo. No como lo hacía él. Y no era porque no quisiera, de verdad no podía hacerlo por mucho que me esforzara, y eso se lo debía a Emma, mi hermana mayor. Salí de mi habitación y me dirigí a la cocina, en donde encontré a mi padre y un delicioso olor a café recién colado y pan tostado. Aunque gustaba el café, disfrutaba de su aroma. Él valoraba los desayunos. Siempre ha dicho que no hay mejor forma de comenzar el día que compartiendo con las personas que amas. Estaba en video llamada con mamá, que se encontraba de gira dando conferencias de motivación personal. Mi padre, al verme llegar, me regaló una sonrisa extendiendo sus brazos como una clara invitación a abrazarlo. ―¿Cómo amaneció mi pequeña saltamontes? Plantó un beso en mi frente y yo me sumergí en su perfume, que combinado con su piel, podría decir que era de mis olores favoritos en el mundo. ―Muy bien, papá. ―Lo abracé. ―Ya llamé a la señora Teresa, estará aquí a las tres, así que cuando regreses del instituto, debe tener tu cena lista ―me dijo, refiriéndose a la señora que me cuida desde que tenía tres años y a quien por cariño le llamo Tete. ―Papá, sabes que no me gusta que Tete me cocine. Insiste en incluir carbohidratos y grasas a mi dieta porque dice que estoy muy delgada. Se aprovecha de que conoce mi debilidad por las harinas y de que no puedo rechazar su pizza cuatro quesos. No era necesario que la llamaras. Intenté no sonar grosera, pero él me dio una sonrisa en señal de que ya sabía que diría eso. Me conoce y siempre que tiene una oportunidad, la aprovecha para demostrármelo. ―Jorge te espera afuera para llevarte al instituto. Te veo en una semana, cariño, llámame si necesitas algo. Recuerda que siempre estaré disponible para ti. Recogió unos papeles de la mesa y su maleta para dirigirse al aeropuerto, ya que también saldría de viaje por su trabajo como el mejor arquitecto del país. El instituto quedaba a unos veinte minutos de mi casa. Jorge hacía que el camino fuese agradable, gracias al buen sentido del humor que lo caracterizaba. Siempre tenía una sonrisa en la cara y, aunque generalmente se dirigía a mi como «señorita Emily», y sabía mantener la distancia, ir con él me hacía sentir cómoda y en confianza. Nunca me hacía preguntas de más ni exageraba cuando me hablaba de su vida. Unas calles antes de llegar al instituto, mientras esperábamos que el semáforo nos indicara nuestro turno para seguir, desvié mi mirada hacia un mural que me gustaba admirar todas las mañanas. En él se veía a un joven caminar en dirección a lo que parecía una pared fronteriza, y en su espalda llevaba una mochila de donde sobresalía una casa con flores a su alrededor, un birrete, un corazón y un porta retratos familiar en el que se incluía un peludo cachorrito, mientras que en su antebrazo derecho llevaba una paloma blanca y por su mejilla corría una lágrima. Sin duda, ese mural sensibilizaba todos mis sentidos. El carro se desplazaba con normalidad, hasta que sentí un frenazo acompañado de un fuerte ruido y una pequeña sacudida que me sacaron del momento de reflexión. Cuando Jorge me dijo que habíamos atropellado a alguien, mi cerebro asimiló rápidamente lo que significaba la palabra «atropellar», porque mi cuerpo comenzó a temblar de forma automática. Estaba a un paso de una crisis nerviosa, hasta que vi a la persona ponerse de pie, sin señal de estar herido. Jorge me indicó que me quedara en el auto, pero ver el primer empujón me indignó y no pude resistirme. Me bajé y empecé a gritarle con toda la impotencia que sentía, y de mi boca salían palabras que en mi estado normal jamás diría, pero no existe algo que odie más en esta vida que las injusticias. Lo que pasó después sucedió en cámara lenta, y no sé por qué razón lo sentí así, solo sé que mi cuerpo se congeló cuando la persona que «habíamos atropellado», procedió por fin a quitarse el casco. Y vaya sorpresa me llevé cuando vi caer su cabello castaño claro. Llevaba un aro en su labio inferior y pude ver un tatuaje con el número veintiocho en el lateral de su cuello. Sus labios gruesos color carmesí y sus ojos... el color de sus ojos no los puedo describir, pero tenían una combinación entre misteriosos, dulces y peligrosos, y por una extraña razón sentí que ya los había visto antes. La chica tenía el cinismo de sentirse indignada por mi reclamo. Tomó una cajetilla de cigarros de su chaqueta de cuero, y con un sutil movimiento de manos que ignoraba la ira que transmitía su voz, sacó el cigarrillo y lo llevó a su boca para proceder a encenderlo. «¡Esto tiene que ser una puta broma!», expresó, y una risa sarcástica salió de su boca mientras expulsaba el humo. Yo estaba paralizada, y todo se movía más lento desde que se quitó el casco. Verla fumando y observándome con superioridad, me sacaba de quicio y también me ponía nerviosa. ¿Por qué una mal educada y grosera, me estaba generando eso? No apartaba su mirada de mí y quise decirle lo desagradable que era como persona, pero, no me interesaba seguir cruzando palabras con ella y tampoco iba a enseñarle modales a una desconocida. Solo quería largarme y no volver a verla nunca. ―¿Sabes qué? ¡Suerte con tu vida! La vas a necesitar si llevas esa actitud. ¡Es pésima! ―¿Tú crees? A mí me parece que me depara un fortuito destino, niñita sabelotodo. Me echó el humo de su cigarrillo en la cara y juro que quise matarla. Tuve que respirar profundo para recuperar mi autocontrol. Emily Wilson nunca perdía la cordura ni la educación. ―¡Menos mal que no voy a volver a verte en mi vida! ―Me di la vuelta y me monté a toda prisa en el carro. No sé por qué Jorge tardó tanto hablando con ella, incluso hasta los vi despedirse con apretón de manos. ¡Qué bien, lo que faltaba, ahora eran grandes amigos! De camino al instituto, mi indignación era tan grande que tuve que preguntarle a Jorge cómo es que existían personas tan desagradables en el mundo: «Todos estábamos muy nerviosos, señorita Emily. No debemos sacar juicios de las personas sin antes conocerlas, y menos en situaciones difíciles. Recuerde... lo que percibimos, puede no ser la realidad», fue su respuesta y era de esperarse. Él se caracterizaba por ver lo mejor de las personas, pero yo no veía nada bueno en ella. Gracias al percance con esa chica, llegué tarde a clases, pero para mí eso no era un problema. Siempre fui la favorita de casi todos los profesores y gozaba de privilegios. Tenía conocimiento de lo que le gustaba a la profesora Jenny, así que lo usé a mi favor. Logrado el objetivo de pasar sin amonestación por llegar tarde, me dirigí a tomar asiento y no podía creer lo que estaban viendo mis ojos. Tenía que ser una puta broma. La desagradable chica de la moto estaba sentada justo al lado del único asiento que quedaba libre. 
―Este instituto cada vez es menos selectivo ―expresé, intentando disimular mi sorpresa al ver que ahora compartiría la misma escuela que yo. Tomé asiento junto a ella sin siquiera voltear a mirarla. Sabía que mis curiosos amigos no esperarían a que la clase finalizara para preguntar por qué había llegado tarde. Pero su curiosidad llegó más rápido de lo que pensé. Un papel ordinariamente arrugado aterrizó en mi mesa: «¿Qué ha pasado?». «¿Por qué no avisaste que llegarías tarde, bebé? Estaba preocupado por ti». «¿Por fin tuviste sexo con Santiago y por eso llegaste tarde? ¡QUIERO LOS DETALLES SUCIOS!». La nota tenía diferentes letras, lo que indicaba que cada uno escribió su pregunta y yo sabía perfectamente a quién correspondía cada una. Arrugué su nota hasta hacer una bola, arranqué un pedazo de hoja de mi cuaderno y les respondí: «Atropellamos a una persona, pero al salir les cuento los detalles, que por cierto, no son nada sucios, Daniela». Arrojé la hoja de vuelta y al leer mi respuesta, pude ver sus caras de asombro y la forma en que su intriga se multiplicaba. 
Iniciada la clase, intenté prestar atención a lo que explicaba la profesora, pero estar sentada al lado de ella me tenía inquieta, y sentir su mirada puesta en mí, me puso nerviosa. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué me observaba con tanta dedicación? Y lo más importante... ¿Por qué me inquietaba tanto? Escuché a la profesora ponerle fin a la tortura diciendo: «La próxima clase se lo dedicaremos a Johann Wolfgang von Goethe y a su obra Las penas del joven Werther. Al salir, fui a la cafetería en compañía de Dani, Lau y Joaquín. Tomamos nuestros lugares de siempre, en las mesas de la entrada, porque Joaquín mantenía la teoría de que si ocurría algo que ameritara salir de emergencia, los que estuvieran cerca de la puerta principal, eran los que tenían mayores probabilidades de salvarse. Era gracioso, pero desde que hablamos de ese tema, nos sentábamos en la misma mesa cada día. ―¡Hey! Casi lo olvido. ¿Cómo ven a la chica nueva? ¿Alguien sabe por qué ingresó a mitad del curso? ¿Ya tienes alguna información sobre ella, Daniela? Joaquín siempre que llegaba una nueva estudiante, la veía como comodín para olvidar a Laura, ya que tenían «un amor prohibido» que solo ellos entendían, porque en realidad no había nada que les impidiera ser novios o vivir su amor. Se habían enamorado y decidieron sacrificar lo que sentían, por hacer eterna la amistad que nos unía a los cuatro. «La amistad puede convertirse en amor, pero el amor nunca desciende a amistad», era lo que decían para justificar el no estar juntos. ―Fue expulsada de su anterior instituto, pero si quieres saber más detalles, deberías preguntarle tú mismo. ―Daniela señaló discretamente con los ojos hacia la entrada―. La chica nueva va a pasar justo frente a nosotros. ―¡Oye, chica nueva! ―gritó mi amigo, y yo apreté su mano en señal de que no lo hiciera, pero ya era tarde. ―¡Hola! ―contestó ella, con una sonrisa de amabilidad que se borró de su rostro en seco cuando me vio. ―Soy Victoria, pero muchos me dicen Vicky y me gusta más que «chica nueva» ―soltó. «¡Qué pesada!», pensé, al tiempo que puse mis ojos en blanco. ―Hola, yo soy Joaquín, ella es Laura, Daniela y Emily ―nos presentó, señalando con sus manos seguido de nuestros nombres. ―¿Desde cuándo eres el anfitrión del campus, Joaquín? El buen samaritano ―dije, y sentí la antipatía apoderarse de mí. ―Desde que chicas tan guapas ingresan a este instituto, Emy. Supongo que Victoria necesitará un guía para conocer la escuela. Es muy grande, y quién mejor que yo para serlo. ―Eres muy amable, Joaquín. ―Extendió su mano hacia él para luego completar―: Lástima que no pueda decir lo mismo de todos. ―Yo puedo enseñarte las áreas prohibidas del insti. Joaquín es un cobarde para eso, y tú te ves que eres de las que buscan diversión. No creo que te hayan botado de tu escuela por buena conducta. Así es que si quieres romper las reglas, eso es conmigo. Laura era una indiscreta, pero solo lo hacía por celos. Ella era capaz de hacer cualquier cosa para mantener a las nuevas lejos de Joaquín. Era su forma de marcar territorio y lo peor es que le funcionaba siempre. ―No soy el hijo del senador. Si me pillan, no seré castigado con un recorte en la mesada o cancelando mis tarjetas de crédito. Mi beca se iría directo a la basura. Joaquín se veía molesto por el comentario de «cobarde».
Los celos de Laura no tenían límite. ―Son bastante tentadoras sus ofertas. ―Victoria me miró para luego agregar―: Pero me da la impresión de que las influencias las tienes tú, ¿cómo es que es tu nombre? ¿Emily? Me señaló y supe que venía por mí. ―Quién mejor que la niña que compra a los maestros con regalitos para enseñarme el funcionamiento de mi nuevo instituto. ¡Esa fue una excelente jugada! No creo que te moleste ser mi guía. ¿Qué dices? Era obvio que quería sacarme de quicio y lo estaba logrando. ―En el módulo de información, le entregan un mapa a las personas a las que el cerebro no les da para entender las señalizaciones que adornan todos los pasillos. Además, no recuerdo haberme ofrecido como voluntaria. Los tres pueden jugar a la casita, a los boy scouts o hacer un trío si quieren, y seguiría sin estar interesada. Yo hablando de tríos, eso sí era nuevo. Daniela no me quitaba la mirada de encima. No había nadie que me conociera mejor que ella. Se veía confundida por mi actitud, pero se mantuvo en silencio y sacó su computadora, aislándose de todos. ―Las propuestas cada vez se hacen más interesantes y tentadoras. Nunca me habían ofrecido un trío en mi primer día de clases. Pero te doy un dato. ―Se acercó a mi oído y susurró―: Prefiero que me inviten una copa de vino primero, aunque siempre hay excepciones... y tú podrías ser una de ellas. Se separó de mí con la sonrisa más descarada que he visto en mi vida, y tuve una sensación en mi cuerpo que no supe identificar. No entendía a qué estaba jugando. Tampoco la incomodidad que me generaba su presencia, mucho menos por qué su cercanía me puso tan nerviosa. Que estuviera cerca de mis amigos, en mi círculo, estudiando en el mismo instituto que yo y saber que desde ese momento, tendría que verla todos los días, estaba arruinando mi vida, pero eso era solo el principio.




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