Hace siete años murió un hombre, se llamaba: Ramón Arriaga Glorieta. No era mi familiar, no era mi amigo, ni siquiera un conocido. No era nada mío. Si en alguna etiqueta puedo ponerlo, solo puedo darle un lugar como “cliente”. Supongo que ni siquiera supo mi nombre en ningún momento de su vida. Solo cuento su historia porque… bueno, simplemente no me gustaría terminar así.
¿Cómo sé su historia si no lo conocía de nada? Bueno, eso puede explicarse solo de una forma. Cuando eres niño los adultos creen que no entiendes nada de lo que te dicen y más cuando eres alguien como yo: sin familia, sin padres, sin estudio, sin casa. Solo un niño huérfano que sobrevive a base de trabajos mal pagados y limosnas. Para los demás yo soy un indígena que no sabe nada de la ciudad, que posiblemente no sabe el idioma y es por eso que pueden tratarme como se les dé la gana. Es por ello que cuando los adultos estaban conmigo simplemente dejaban salir sus pensamientos, sin censura, sin reprimirse. Asumían que no podía entenderlos, hasta el punto de que algunos hablaban como si estuvieran solos en una habitación y Ramón era uno de ellos. Parloteaba sobre su vida como si estuviera escupiendo su diálogo mental.
—Niño, ¿te conté que mi padre quería que fuera maestro de universidad? —
—No señor —contesté.
—Pues el quería que yo diera cátedra y mi mamá quería que fuera doctor. ¿Sabes lo que es una cátedra? ¿Algún día has ido a un doctor? —
—Ammm, no señor —
—No, claro que no sabes. Si querían un hijo catedrático y doctor, hubieran tenido más hijos y no esperar todo de uno solo. Lo bueno es que me dejaron todo cuando se murieron —
Hablaba con rencor sobre sus padres y yo nunca entendí por qué. Creo que, aunque hubiera hablado bien de ellos yo seguiría sin entender. Yo nunca tuve alguien que remotamente se acercara a lo que se conoce como “mamá” o “papá”. Pues en mis recuerdos más profundos, solo puedo ver una cocina de humo, puedo ver a una mujer, que me canta, pero ya no recuerdo la canción, tampoco hay voz; ya la he olvidado. Solo veo imágenes cortadas, donde la que siempre supuse que fue mi madre mueve la boca, me sonríe, me alimenta y me acuna en sus brazos. Si ese recuerdo es real, solo puedo decir que extraño tanto ese momento, pues es la prueba de que en algún momento fui amado.
Mientras Ramón hablaba sobre la presión de sus padres sobre él y se lamentaba por ellos. Yo solo podía pensar en que al menos él sabía de donde venía, tenía un origen, mientras que yo, hasta la fecha, no sé de dónde vengo. Pues no sé cómo, no sé en qué momento, pero terminé en un orfanato, atiborrado junto con muchos otros niños huérfanos al igual que yo. Era el infierno: dormíamos en el piso, sin cobijas, sin colchón, mal vestidos, mal comidos.
Con tantos niños que apenas y nos daban de comer, había temporadas en las que los niños más enfermos morían a causa del hambre. Los cuidadores, eran tanto crueles como indiferentes con nosotros. Si un niño estaba muy enfermo, lo sacaban al patio por las noches para que se enfermara más y se muriera más rápido. Cada domingo sacaban a la calle a los niños más grandes para hacer espacio dentro del orfanato. A veces personas que se los encontraban en la calle los regresaban al orfanato, solo para que después de la misa del domingo, los volvieran a sacar. Ahí dentro, los niños no jugaban, no tenían fuerza. Todos estaban tan desnutridos, que algunos tenían huecos en el cabello.
Tardé tanto en irme de ese lugar porque creía que ese era el unico lugar seguro que tenía, lo más cercano a un hogar que conocía. Gracias a Dios no me quedé. Si me hubiera quedado un mes más, estoy seguro de que hubiera muerto. En cambio, un día salí por la puerta, nadie me detuvo, nadie preguntó. Hasta creo que estaban aliviados de que me fuera, yo era una boca menos que alimentar, un niño menos y el sinónimo de un lugar más.
Como ya lo comenté, Ramón era de esas personas que parloteaban sobre su vida, lo hacía susurrando, lo suficientemente bajo como para que los demás no lo escucharan, pero no demasiado como para que no lo hiciera yo, cosa que muchas veces me hizo sentir invisible, otras celoso y muchas más incómodo. Lo escuché decir que él era el dueño de una empresa, de esos jefes que heredaron su negocio y que no saben hacer nada más que supervisar que sus trabajadores hagan el trabajo. Ramón era un señor gordo, calvo, con una barba larga y descuidada. Era un hombre blanco, rico por herencia. La minoría afortunada en el México del siglo pasado.
—Tengo que pagarles a los conductores, pero Carlos puede encargarse de eso —decía mientras le limpiaba los zapatos a cambio de las monedas que llevaba en la bolsa. Él era un hombre cuya única tarea en el día era delegar sus responsabilidades a quien él quisiera. —No creo que noten que choqué el carro. Solo tengo que echarle la culpa a un empleado —confesaba sin mirarme. Con él los diálogos propios en voz alta eran cosa del diario. No me importaban demasiado, estaba más preocupado por atender al mayor numero de clientes posibles para poder comer, pero eran tantos que se me hacía dificil ignorarlos.
Ramón a veces hablaba de lo solo que se sentia y yo creo que era culpa suya. Pues cuando otros hombres hablaban con él, se le notaba incómodo, no tenía una plática interesante; era torpe. Por eso siempre venía conmigo a que le limpiara los zapatos, estaba solo y tal vez por eso narraba su vida, estaba tan acostumbrado a que nadie lo escuchara que se escuchaba a sí mismo.
Siendo sincero, le tenía hasta un poco de lástima, pues al menos yo no estaba solo: vivía con Mario, Luis, Mateo, Josué y otros niños de los que ya no recuerdo el nombre. Vivíamos en una bodega, le dábamos parte de nuestras ganancias del día al dueño para que nos dejara dormir dentro de su bodega. Jugábamos en las calles, atravesando el tráfico sin fijarnos y sin miedo a que nos atropellaran. No teniamos nada que perder porque nunca habíamos poseído nada. Vivíamos al día, comiendo sobras, cuidándonos entre nosotros. Mario era el mayor, nos cuidaba y nos enseñaba a trabajar. A veces nos contaba un poco de su vida.
—Yo llegué a la ciudad junto con mi mamá. Le habían prometido un trabajo como cocinera en una fonda. Pero cuando llegamos, le dijeron que no la podían aceptar con el niño, o sea conmigo. Mi mamá me dejó encargado en un orfanato, de esos donde trabajan las monjitas. Yo no me quería quedar, le pedí a mi mamá que mejor me regresara al pueblo con mis abuelos, pero ella no quiso. Me prometió que vendría a visitarme y así fue, por un par de meses, luego ya no vino. Un día me escapé de ahí y fui a buscar a mi mamá a donde yo sabía que trabajaba. Pero la fonda donde iba a trabajar ya no estaba. Pregunté a los vecinos por ella, nadie me supo decir nada. Ya no la volví a ver jamás. —a Mario se le llenaban los ojos de lagrimas cuando nos hablaba de su mamá, aunque nunca se permitía llorar.
—Tú tienes familia, ¿Por qué no te regresas? —
—Sí, pero ya no sé cómo. Tampoco me acuerdo como se llama el pueblo y no hablaba bien español cuando era más chico, no pude pedir indicaciones ni ayuda tampoco—
Fue por Mario que aprendí que era mejor que los demás pensaran que eras tonto, me enseñó lo importante que era poner atención discreta para estar seguros, para pasar desapercibidos, para conocer de verdad a la gente. Nos enseñó a fingir cómo hacernos los tontos para protegernos y nos enseñó a ser listos para escapar cuando alguien quería hacernos daño. —Recuerden, ellos creen que no entendemos lo que dicen —nos decía antes de que nos fuéramos a trabajar.
—Yo creo que sí piensa en mí —le escuché decir a Ramón mientras le boleaba sus zapatos. Se recargaba en las bancas del parque y reía mirando al cielo. —Tal vez si digo que es un poco más mayor de lo que en realidad es, la gente no me juzgue —decía para después encender un cigarro. —¿O tú que crees muchacho? —preguntó.
—¿De qué señor? —decía poniendo cara de confundido como me enseñó Mario.
—De nada niño, apúrate o no te doy nada —tronaba los dedos y como siempre obedecía. “Di nidi niñi, apiriti o ño ti doi nida”, pensaba en burla, pero obedecía sin tener opción.
—Hoy voy a verla —decía tronándose los dedos por los nervios. —¿La quiero? —se preguntaba esporádicamente. —Si le llevo algo ¿sería raro? —decía para sí mismo. Al parecer esa chica había invadido la mente de Ramón, pues se había vuelto más callado desde que comenzó a nombrarla: Eugenia. Repetía mucho ese nombre últimamente, y yo la conocía.
Trabajaba cerca del parque donde yo me dedicaba a lustrar zapatos. Me quedaba ahí todo el día, desde la mañana hasta la noche cuando Mario mandaba a uno de los niños a buscarme. En ese parque atendía a clientes “refinados” y otros no tanto, era donde se mezclaba la gente con dinero y los que venían a conseguir ese dinero, dos mundos y un lugar donde podían coincidir; el mundo de Ramón y el de Eugenia.
Aunque era un niño ya podía distinguir muy bien entre ambos mundos y dividía muy bien a mis clientes en grupos. Los de la mañana eran los que mejor me trataban: me daban dulces, pagaban más por mi trabajo y platicaban conmigo. Me contaban sobre cuando ellos eran niños, me decían que también pasaron momentos difíciles, se movían en combi o a pie, sus caras reflejaban cansancio y tenían ojeras profundas, siempre apresurados y cargando algo, me daban esperanzas de que yo tal vez algún día tambien usaría un traje como ellos. Los clientes de medio día eran más ásperos, la mayoría no respondía ni a mi invitación de lustrar sus zapatos, bajaban de carros grandes, con una apariencia fresca, la mayoría eran gordos, daban casi limosna por mi trabajo. Los del grupo de los buenos pobres y los del grupo de los malos ricos.
En la tarde volvía a ver a los del grupo de los malos, todos fumaban y ahora si me aceptaban lustrarles los zapatos. Mientras hacia mi trabajo ellos platicaban de todo tipo de cosas, sus empresas, sus empleados, su familia. Tenían una forma de hablar que hacía parecer que cada frase que daban estaba destinada a ser una orden. Eso que algunos decían que “la gente educada es sinónimo de respeto y que el mundo trata mejor a la gente educada”, yo no me lo creo en lo más mínimo. Pues era la gente con estudios los que a pesar de sus títulos me trataban como un objeto y era la gente educada a la que veía esconder su sufrimiento.
—Me gusta tanto —le escuché decir un día a Ramón.
Ramón me pagó con unas pocas monedas como siempre y vi cómo se acercaba a una tienda que vendía chiles secos. Desde lejos pude ver a Ramón observando a la hija de la señora que vendía los chiles; Eugenia. Una muchacha joven, como de unos diecisiete años, morena y bonita. Amable con todos, tenía esa personalidad que encanta a cualquier persona, siempre con una sonrisa, muy servicial y alegre. Lanzaba chistes y bromas todo el tiempo para hacer reir a la gente, incluso a los más serios. Cargaba a los niños cuando las mamás venían a comprar a la tienda y les decía: —se lo agarro para que compre a gusto —y los niños felices de irse con ella. Incluso a mí me regalaba comida y ropa debes en cuando. Ella solo podía describirse como un ángel.
Ramón la veía y se le notaba más enérgico, más alegre, sonrojado y sonriente. Se notaba que solo compraba lo primero que veía en la tienda y que era su excusa para que ella lo saludara y él contestaba a veces con una voz torpe y entrecortada, a veces con una voz gruesa fingida, supongo que para impresionarla. Ramón la miraba cuando la mamá de Eugenia no lo veía y entonces Ramón se volvía un niño, torpe, curioso, dependiente de ella. En cambio, Eugenia lo trataba como a todos los demás, sin notar que en el fundo de Ramón estaba grabado su nombre.
—Le voy a preguntar que le gusta —decía.
—Cuando la veo escucho música —pronunciaba luego de un suspiro.
—Tus ojos y tu sonrisa son tan lindos, que podria mirarlos para siempre —soltaba en el aire sus palabras.
—Te quiero para la eternidad —lo escuchaba decir mientras se acercaba a la tienda.
Ramón soltaba frases en cualquier momento al azar y con su compra de un teléfono móvil, la cosa se puso peor. Solía fingir llamar a alguien y soltar todo lo que le llegaba a la mente.
—Ojalá pudiera gritarte lo mucho que te quiero —
—Estoy obsesionado contigo —
—Quiero que avancemos, rápido o lento, te acepto lo que sea, pero quiero que avancemos —
—Por favor, cuéntame lo que quieres y te lo doy —
—Te amo al grado de que me da vergüenza conmigo mismo —
—Yo Ramón Arriaga Glorieta, te entrego mi vida Eugenia. Te doy todo lo que alguna vez fue mío, mi casa, mi carro, mi empresa, te lo regalo —
Un día algo cambió. Ese día la mamá de Eugenia llegó a abrir la tienda completamente sola, cuando antes eran madre e hija quienes se apoyaban mutuamente para acomodar todo. Al principio creí que Eugenia llegaría más tarde, pero no lo hizo. La madre tenía una preocupación profunda que se reflejaba en sus ojos y Ramón tambien notó el cambio, pues ese día no fue a comprar nada a la tienda. Eugenia no volvió ese día a la tienda, tampoco volvió al día siguiente, ni a la semana siguiente, ni al mes siguiente.
Más tarde escuché por ahí que había desaparecido, alguien se la llevo y ya no se supo más de ella y la policía como siempre no hizo nada, pues no tenían interés en buscar a “alguien poco” importante como lo era la hija de una trabajadora más. La tienda se había apagado sin ella, su madre tambien, paso de verse preocupada a verse cada día más triste y con menos esperanza. Ramón junto con ella; ya no era como antes. Eugenia se había llevado su voz consigo, o tal vez ahora los recuerdos le dolían tanto que ya no podía pronunciarlos.
La tienda cerró y Ramón se cerró al mundo junto con ella. Antes sospechaba que él se la había llevado, que la tenía encerrada por ahí, pero su reacción ante su desaparición me confirmó que no. Ya no hablaba mucho, y a veces pasaban dias sin que lo viera pasar por sus oficinas, a veces más flaco, con el traje desalineado, sucio y los zapatos aun peor. Me pagaba con lo que se le diera la gana, a veces con billetes, lo cual era más bueno para mí y me alegraba hasta cierto punto.
—¿Por qué se estan yendo? ¿por qué ya no producen? ¿Y ahora qué hago para arreglarlo? —le escuchaba decir con palabras casi suplicantes.
—¿Por qué a ti? ¿Por qué tuviste que desaparecer tú? —
—Necesito encontrarte, ¿Dónde estás? —
—Lo estoy perdiendo todo y tú no estás para darme fuerzas —
—Daría lo poco que me queda por saber que estas bien. — La verdad es que nunca nadie supo más de Eugenia, desapareció tan rápido y sin aviso, que más que un secuestro o rapto, parecía que Dios la borró del mundo.
¿Ramón pudo estar fingiendo? No, para quién. Nunca mostró nada delante de la madre de Eugenia y nadie mas que yo escuchaba sus diálogos. Jamas hubo una relación profunda entre ellos, solo era un cliente más. Y de todas formas si yo hubiera hablado y lo pintara como un posible sospechoso, nadie me creería, nadie toma en serio a un niño.
Un día me llevaron a mi tambien, Mario se había peleado con el dueño de la bodega y tuvimos que huir como ratones a otro sitio antes de que el dueño llamara a la policía y nos encarcelaran. ¿Por qué se pelearon? Mario nos dijo que era una pendejada, tan tonta que ni siquiera recordaba que le dijo para que se encendiera tan rápido. Eso nos hizo pensar que el dueño solo buscaba una excusa para corrernos.
Corrimos como criminales, durante horas, hasta que finalmente encontramos un callejón medianamente acogedor detrás de una panadería, donde el calor de sus hornos no nos dejaba tener frio, pero tambien la zona no nos permitía trabajar como antes y ya casi no comíamos. Los niños se enfermaron y al final la gente llamó a un convento donde el padre y un par de monjas nos dejaron quedarnos con ellos.
Poco a poco los niños se fueron. A los niños pequeños se los llevaron más rápido, porque la iglesia se los daba a familias sin hijos que buscaban adoptar. En esos tiempos registrar a un hijo era tan facil como ir al registro civil con o sin tu hijo y sacarle un acta de nacimiento nombrándote como él padre. Nadie preguntaba ni cuestionaba nada.
Mario fue el siguiente en irse, pues al sentirse mayor y conseguir trabajo de carnicero bien pagado en otro estado, decidió irse. Le rogué que me llevara con él, pero él solo me decía que yo era muy pequeño aun y que debía quedarme en el convento. Sabía que Mario tendría que irse en algún momento, mentalmente me prepare para ese día y aun así me dolio tanto perder a mi amigo que lloré durante días enteros cuando se fue. Finalmente quedamos Luis, Mateo, Josué y yo, quienes empezamos a estudiar y trabajar dentro del convento. Yo me volví sepulturero.
Un día llegó a mis manos un encargo de cavar una tumba. A nombre de “Ramón Arriaga Glorieta”. Al leer el nombre de Ramón, no supe cómo reaccionar, ni como sentirme. Supongo que así se sintió Ramón cuando Eugenia desapareció: no pudo reaccionar por la desgracia de alguien a quien no conocía en realidad. No era nada mío y, sin embargo, yo era un profundo y devoto espectador de su vida, y ahora el espectáculo se había cancelado de repente.
Así debió ser para Ramón, él un espectador de la vida de Eugenia, enamorado del personaje principal, que de repente es borrado del guion de la historia. Debo reconocer que en el fondo sentía un cierto aprecio por Ramón. Sí, era insoportable a veces, pero era una buena fuente de entretenimiento y dinero; dinero que me aseguraba comida digna y techo. Todo esto me hace preguntarme si debo sentirme triste o agradecerle algo.
Recuerdo lo mal que estaba los últimos dias que lo vi y me siento mal por alegrarme de que me pagara con billetes, pues eso era una prueba de lo ajeno que estaba al mundo en ese entonces. Pero no podria haber hecho nada, yo un espectador y un niño con el que solo coincidía por breves momentos. No voy a sentirme mal, porque no es mi culpa lo que pasó. Voy a ser de nuevo un niño y guardar silencio y fingir que no entiendo, como lo hice ya muchas veces antes cuando era niño. Voy a ocultar en mi mente una historia que no es mía y voy a seguir escribiendo la mía propia.
Hace siete años murió un hombre. Fue hace siete años que enterré a Ramón. Hace siete años tambien me enteré de que pasó sus últimos dias encerrado en su casa, con deudas hasta el cuello. Supe que murió solo y que nadie se había dado cuenta hasta que el olor de su cadáver se hizo insoportable para sus vecinos. Se había vuelto loco poco a poco luego de que desapareció Eugenia y había terminado de caer en la locura al pensar que estaria en peligro, que la estarían lastimando o que estaria muerta. Lo había perdido todo a causa de un crimen que nunca se resolvió y ahora de él solo quedaba un cuerpo en descomposición, una casa descuidada, sucia y que fue embargada por el banco, una empresa desaparecida, disuelta mucho antes de su muerte, y una lápida, que, mientras echaba tierra a la tumba, pude leer que ponía: Ramón Arriaga Glorieta, nacido en Diciembre de 1946 y muerto en Noviembre de 2010, sin familia conocida.