El espectro de Samhain y la dama de los túmulos

Capítulo II

Los años venideros para Lilian Prince fueron los más difíciles de su adultez. Durante los primeros meses después de la desaparición de Keith, los parientes de su esposo se habían distanciado por completo y la culpaban por la desgracia de la familia Kingsleigh. Ella sabía que los allegados de su marido pertenecían a la crema y nata de la sociedad inglesa, pero lejos de considerarse ventajoso como pensaban la mayoría familias para ellos era una sofocante molestia.  

 Cuando Keith era un niño sus padres comenzaron a sobreprotegerlo demasiado tras la pérdida de su primogénito: Allen.

—Mi hermana Beatrice y yo vivimos a la sombra de mi hermano mayor. Lo amábamos mucho y él a nosotros, pero casi nunca podíamos verlo porque siempre se ocupaba estudiando o entrenando tiros con el revólver. Sabíamos que lo preparaban para ser la próxima cabeza de familia, lejos de envidiar su suerte yo me sentía mal por él —solía comentarle a su esposa —Era solo un par de años mayor que nosotros y sin embargo ya estaba bajo demasiada presión por sus deberes. Nunca se le dio bien la contaduría, mi hermana era quien tenía que explicarle las leyes como la partida doble de Luca Pacioli, pero aun así era bueno en matemáticas avanzadas. Era un misterio cómo es que se confundía con los cálculos aritméticos simples.

Entre más anécdotas relataba sobre su familia su voz se teñía de melancolía y de añoranza por su infancia perdida.   Su profunda mirada gris, se volvía obnubilada por los recuerdos mientras a menudo decía lo mucho que extrañaba a su hermano. 

—Me hubiera gustado que lo conocieras, se habrían hecho grandes amigos. Él también amaba las matemáticas, aunque era pésimo pintando. 

—¿De verdad piensas eso? Tu madre me odia y creo que tu hermana también —le inquirió ella con extrañeza. 

—Beat es muy mala expresando sus sentimientos, al igual que mi madre.  Además, ella me dijo que parecías una mujer inteligente y honesta. “Digna de ser mi hermana política”, por otro lado, mi madre es de mente cerrada. Y por cierto muy orgullosa, probablemente nunca admitirá que le agradas.

«Mentiroso» pensó Lilian entre lágrimas cuando recordaba una de las últimas conversaciones que tuvo con su marido. Sabía bien que Sylvia (su madre política) la odiaba y aunque Keith no mintió al decir que Anne Beatrice no la odiaba tampoco era la verdad verdadera. Se acostó en la cama matrimonial con las sábanas revueltas hecha un ovillo y hundió su rostro en los almohadones de plumas. Todavía olían a él, a su fragancia masculina mezclada con canela y ron; se aferró a ellas con más fuerza para no olvidar su aroma. Ahora sin Keith se sentía sola y tan desamparada, había perdido más que un esposo. Para ella era su mejor amigo y confidente, la única persona que la entendía casi por completo. Tal vez no era el hombre perfecto (de todas formas, ella nunca creyó que alguien así existiera), pero la amaba con sinceridad y la hacía sentir segura. Despertaba en ella esos cálidos sentimientos de felicidad y satisfacción por formar una familia junto a él.  ¿Cómo podría superar la situación de hacerse cargo de su hijo ella sola? No podía dejar de trabajar, al contrario, tendría que buscar otros empleos para poder solventar los gastos del hogar y pese a ello no podía dejar de lado a su hijo. Tenía que ahorrar al máximo, así que se abstuvo de contratar a una niñera, aunque por ello la tacharan de mala madre, de mujer histérica y libertina por descuidar a un niño. Fuera de cualquier pronóstico suyo sobre el ignoto futuro que les aguardaba a ella y a Dorian Blakesley, Anne Beatrice se ofreció a cuidar a su sobrino en las temporadas en que Lilian Janice trabajaba como institutriz ya que le pagaban una mayor cantidad de libras esterlinas que siendo maestra en una institución pública.  Durante ese tiempo ambas mujeres se acercaron más que nunca y se volvieron buenas amigas; ninguna de ellas era un “ángel del hogar” pero se esforzaron en educar a Dorian.  

Desafortunadamente no podía decir lo mismo de la relación con su suegra que lejos de mejorar fue deteriorándose hasta volverse cada vez más amarga y llena de rencillas.

  Transcurrido medio año, la condesa Sylvia Dorothea la citó a la hora del té en la terraza de la residencia Kingsleigh. La encontró sentada en una refinada silla de ébano frente a una mesa sobre la cual había una bandeja de tres niveles con sándwiches y panecillos, cubiertos de plata y demás vajillas de porcelana china dispuestas para la ocasión. Sylvia siempre estaba a la moda, aunque vestía de forma elegante pero discreta como la mayoría de las mujeres aristócratas. Como de costumbre su aspecto era impecable: no tenía ninguna arruga en el vestido azul ni ningún cabello fuera de su sitio.  Su cabello rubio pálido estaba recogido con esmero en un moño alto y sus ojos grises la miraban con frialdad.

 «No se parecen nada a los de Keith» se dijo a sí misma para tranquilizarse  al sentirse incómoda ante la escrutadora mirada de la mujer que le había heredado aquella característica tonalidad grisácea a sus hijos y ahora a su nieto.  La idea de que algún día su pequeño Dorian la mirara de aquella forma le partía el corazón. 

Se sirvió té negro con un poco de leche, destapó la azucarera y echó dos terrones de azúcar morena a su taza. Mientras removía el azúcar con una cuchara rompió al fin el pesado silencio. 

—Mi hijo tenía un futuro muy prometedor hasta que te conoció—masculló con notable desprecio —somos una de las familias más respetadas de Inglaterra, era el heredero de la casa Kingsleigh. Pero por ti, una insulsa mujer pobre que le metió ideas desvergonzadas se alejó de sus deberes en nuestro condado. 




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