Al filo del crepúsculo, el reloj marcaba las seis.
Ella, de pie frente a un ventanal que dejaba entrar los últimos vestigios de la hora azul, esperaba que su hijo apareciera nuevamente en la puerta de su estudio, pidiéndole que le leyera un cuento antes de dormir, como cuando él era un niño pequeño. Casi podía escuchar el golpeteo de los pasos de sus piecitos, mientras se deshacía en risas y corría detrás de su padre. Por un instante, creyó verlos cruzar, como cálidas apariciones que le traían alegría en lugar de terror. Pero de nuevo, ahí estaba el silencio absoluto. La prolongada sombra de la ausencia de ambos seres amados caía sobre ella como un balde de agua fría que calaba en sus huesos. Lilian estaba exhausta; toda la adrenalina acumulada en su cuerpo comenzaba a disiparse, dando paso a la fatiga. Caminó hasta encontrarse frente a un caballete polvoriento que había colocado en medio de su habitación tiempo atrás. Después de la conmoción inicial, la calma comenzaba a surgir lentamente en su vida otra vez. Una normalidad artificial en la que se sentía perdida y expuesta a la intemperie. Estaba sola, navegando a la deriva en un mar de recuerdos. En los últimos días, Dorian había mostrado un marcado interés en los bodegones y las pinturas de naturaleza muerta, así que había bosquejado con carboncillo unas granadas y un jarrón con rosas en un bastidor que él mismo había hecho. Lilian lloró en silencio mientras sus manos tocaban la madera astillada y sin lijar sobre la que se había colocado la tela.
Un maullido irrumpió en sus cavilaciones, y un pequeño gato negro se frotó contra su falda. De pronto, llegó a su mente el terrible pensamiento de que quizás aquel felino sería el único recuerdo que le quedaría de su hijo. Con el paso del tiempo, se había acostumbrado al impulso de querer huir de sí misma, de querer dejar de sentir dolor... Estaba dispuesta a desaparecer si eso podía traer de vuelta a su familia; sería un intercambio justo. Primero la habían dejado sus padres, después su esposo y ahora su hijo. ¿Qué más podría perder en esta vida? Si tan solo pudiera, haría un trato con Dios y le pediría que cambiara sus lugares. No, no debía pensar de forma tan catastrófica. El pequeño minino frotó su cabeza en el regazo y ella se inclinó para acariciarlo. Complacido, el felino lamió su mano; la lengua del gato era áspera como un papel de lija y, por alguna razón, no le molestó.
—Hola, pequeña bestia, debes tener hambre.
La pequeña fiera se limitó a arquear la espalda en respuesta, con las patas bien estiradas.
—Veamos si tengo algo para ti en la alacena; con suerte encontraré algo de pescado enlatado.
El gato ronroneó felizmente mientras le servía dos sardinas en un plato.
—Lindo gatito.
Era curiosa la manera en que las cosas pueden cambiar tan rápido.
Si alguien, hace una semana, le hubiera dicho que su hijo entraría en estado de coma, ella misma le habría pagado una consulta con el psiquiatra, pero lamentablemente sucedió.
Antes de irse a la cama, decidió pasar por la habitación de su hijo y, después de darle un beso en la frente, lo arrulló suavemente, entre estrofas de una vieja canción:
Beautiful dreamer, wake unto me,
Starlight and dewdrops are waiting for thee;
Sounds of the rude world, heard in the day,
Lull'd by the moonlight have all passed away!
Finalmente salió a preguntar al doctor cuál era su condición actual.
—Buenas noches, doctor Baudelaire.
—Buenas noches, señora Kingsleigh.
—Doctor, ¿cómo está mi hijo?
—Parece estar más estable; su respiración ya no es tan débil.
—¡Cuánto me alegra escuchar eso!
—Todo está bajo control ahora; puede ir a descansar. Su hermana y yo haremos guardia esta noche.
—Muchas gracias, disculpe una vez más los inconvenientes que le he causado; tuvo que lidiar conmigo, no solo con mi hijo.
—Para nada, uno nunca sabe los imprevistos que pueden sucedernos en la vida. Solamente tengo una pregunta: ¿sería una molestia usar su teléfono? Necesito contactarme con una conocida. Seré breve, solo debo asegurarme de que mi hija llegó bien a casa.
—Por supuesto, el teléfono está en la sala, al lado de nuestro reloj y librero.
—Muchísimas gracias, no tardaré. Que tenga buenas noches.
—Entonces me retiro —dijo ella reprimiendo un bostezo.
La señora Kingsleigh se sentó frente al espejo del tocador, limpió sus lágrimas y guardó sus pendientes de perla. Deshizo el apretado rodete, dejando que su largo cabello oscuro cayera en suaves ondas por su espalda y comenzó a cepillarlo.
Antes de acostarse, se puso un cómodo camisón de seda de cuello alto y volantes. Dormido en la almohada del lado izquierdo, donde solía dormir su esposo, estaba el gato negro de su hijo; parecía tan cómodo que no quiso apartarlo de la cama.
Decidió dejarlo pasar y se dispuso a descansar. Mañana sería un nuevo día y, con suerte, su hijo abriría los ojos.