Alguien la había estado siguiendo desde hacía varios días, oculto entre las sombras, esperando atacar como una serpiente. Sin embargo, esa presencia no se sentía humana; si ella hubiera sido una persona común y corriente, se habría paralizado por completo.
«¿Será un rakshasa? No es posible, ¿cómo me habrá encontrado?», pensó para sí misma. ¿La habían seguido hasta otro continente? No, eso era imposible. Aun así, no podía dejar de percibir que estaba bajo la mirada de un depredador; la parte primitiva de su cerebro le advertía que fuera cautelosa.
Shakuntala era una artista marcial muy hábil; desde niña la habían instruido en el Kalaripayattu y, gracias a esto, era capaz de incapacitar a sus oponentes con sus manos, tan solo conociendo sus puntos de presión. Su cuerpo en sí mismo era un arma, aunque ella prefería usar una daga en sus peleas y, si era posible, también un escudo.
Pero ella también sabía cuándo era más prudente retirarse, y en ese preciso instante su aguda intuición se lo exigía. Ella no era una gurú; tenía vagas nociones espirituales y, con dificultad, podía realizar viajes astrales y tener sueños lúcidos. No era tan talentosa en comparación con su padre Binu, y era consciente de que sus habilidades místicas palidecían frente a las de combate.
Aceleró el paso, y ella podía jurar que la entidad se acercaba más a ella. Los vellos de su nuca se erizaron y sus palmas, que sostenían el bolso con los baozi, se humedecieron. Se detuvo y, sin mirar atrás, preguntó con voz firme: —¿Por qué me sigues? No obtuvo respuesta, solo una brisa fría sacudió su cabello negro. —No me gusta repetir las cosas dos veces, ¿qué asuntos tienes conmigo?
Al principio, solo hubo silencio, pero poco después escuchó una voz ronca que parecía provenir de todas partes y de ninguna a la vez.
—No quisiera ofenderte, señorita, pero no eres tú a quien busco. Es a tu padre a quien quiero; me debe un favor.
—Si es a mi padre a quien busca, me temo que está demasiado lejos de Kerala. Además, hace muchos años que no lo veo.
Una horrible risa, similar a un bramido, comenzó a resonar. Shakuntala reprimió un escalofrío y trató de mantener la calma, pero no pudo evitar sentirse perturbada.
—No te hagas la tonta conmigo. ¿Finges no conocer a Kingsleigh? Ese hombre me arrebató todo lo que tenía; yo era muy feliz y vivía muy bien antes de conocerlo.
—Lo lamento, pero no conozco a ningún "Kingsleigh"; ese apellido es demasiado elegante para el East End. Pruebe en otro lugar, como en Mayfair, Belgravia... En esos barrios ricos no tardará en encontrar a ese hombre.
De repente, sintió una fuerte opresión en el pecho y comenzó a asfixiarse; algo invisible la estaba estrangulando y podía sentir aquella mano con uñas afiladas clavándose en su cuello.
—Si no hablas, te mataré —dijo su agresor mientras aflojaba el agarre en su víctima. Ella jadeaba debido a la falta de aire, intentó reponerse, pero inevitablemente cayó al suelo con las piernas temblorosas. Definitivamente, no se enfrentaba a algo natural y no había nadie que pudiera ayudarla en ese momento, quizás era así como acababa todo. Qué patético.
—Y-ya le dije todo lo que sé. Adelante, hágalo, pero no creo que quiera perder a su mejor pista —dijo con la garganta adolorida por las magulladuras de su cuello mientras se levantaba del callejón empedrado.
—Eres muy inteligente, Shakuntala; lástima que eso no te ayudará.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Te he estado vigilando desde hace varias semanas. Apenas encontré el rastro de Kingsleigh, me di cuenta de lo difícil que era localizarlo; me sorprendió ver que, después de borrar todos sus recuerdos, su lamentable instinto paternal permanecía. No esperaba que jugara a la casita con una rata callejera como tú.
Ahora lo comprendía todo, ese tal Kingsleigh era el nombre anterior de su padre.
—¡No te acerques a él! Te juro que...
—¿Qué me harías? Eres débil; en lugar de resistir, deberías estar arrastrándote y suplicando que perdone a tu querido padre.
Shakuntala tenía un as bajo la manga; en su cinturón chatelaine llevaba una daga ceremonial de tres hojas, especial para dominar espíritus. Sin perder el tiempo, la desenfundó y la blandió con rapidez contra el enemigo.
Claramente, el ser maligno no esperaba aquello, puesto que comenzó a soltar alaridos lastimeros como los de un animal.
Por fin podía ver el rostro de su atacante; era una extraña masa amorfa de oscuridad en la que apenas podía distinguirse un rostro cubierto con una media máscara de hierro, la alborotada melena lobuna que se fusionaba con la negrura de su cuerpo y una piel mortecina con unos extraños patrones escarlata que reconoció como flores del rayo.
Pero lo más desconcertante eran sus ojos violetas; las escleróticas eran negras y las pupilas, blancas. Sin dudarlo, cargó contra él, pero antes de que pudiera atacar, desapareció. Ella también se marchó, después de guardar su daga, y avanzó unos metros, pero se desmayó en un callejón.
—Pobrecita criatura, los pecados del padre recaen sobre el hijo —susurró una voz ominosa mientras una bruma espesa la envolvía y la engullía viva.
De nuevo, la sensación de sofoco había regresado, y tuvo una visión extraña. Todo estaba oscuro; no podía moverse, pero escuchó la voz de su padre, Binu. Cayó en la cuenta de que estaba enterrada en una fosa, y su padre cavaba en la sepultura desesperadamente con sus manos, hasta llenar sus uñas de tierra.