El espectro yo

Dulce dolor

Dulce dolor                                      J. A. Salamanca.

 

 

 

 

 

Después de haber pasado por tantos pasillos en los que titilaban las luces, pude olvidarme por un momento de mi. Me acosté con dificultad ya que el cuerpo me dolía hasta para descansar. La luz era débil y el bochorno lo abrasaba todo con su caricia insoportable casi cáustica. Me había bañado pero ya estaba sudando. La ventana estaba abierta de par en par y atrás del edificio estaba el crematorio en el que desechaban las partes humanas amputadas o la basura del hospital.

En la mañana del primer día miraba por la ventana, sentía los ojos abotargados por el dolor y el insomnio que me carcomía desde hacía unos meses. El jardín era amplio y llegaba hasta el portón de metal reforzado, en donde se veían algunas enredaderas de flores rosadas.  En un parpadeo cuando pensaba que nada iba a pasar por ese lugar, lo vi, era uno de los conserjes del lugar, iba con su carreta y una pala directo al crematorio, me miró desde abajo, por debajo de su sombrero tejido con su barba llena de sudor. Estaba vestido con una braga azul. Le vi en su rostro la inexpresión  de los que ya no se asombran con nada porque lo han visto todo.

Al llegar a aquel lugar había un letrero que decía aquí dejarás el dolor. Era la única clínica de su tipo en estas tierras. Tuve que vagar por muchos lugares buscándolo, hasta que llegó a mis manos esa dirección.

Pedí al llegar la habitación más cálida y no dudaron en dármela luego de ver la contribución que hacía al lugar, en una maleta negra que traje de Londres; traía todo lo que había ganado por años, así que la cantidad era inmensa.

Con el dolor que me invadía cualquier rastro de frio me exacerbaba el malestar. El crematorio parecía estar siempre encendido, entonces la habitación había resultado mas cálida de lo que habría querido. El aire era estático, ahí estaba ese calor congelado que me hacía sentir que estaba en un desierto.

La mañana en la que me vi con el doctor, estaba en su consultorio vestido con la usual corbata negra y la camisa marfil bajo su bata de blanco incólume. Sus dedos eran finos, coronados con unas uñas bien cuidadas y toda su piel era pálida, acomo si en toda su vida nunca hubiese sido tocado por el sol.

Siéntate, me dijo, hoy empezamos con tu tratamiento. Aquí hemos conocido todo sobre el dolor, sabrá usted que no es algo del otro mundo. Hizo una pausa larga en la que comprendí que trataba de organizar sus ideas para explicármelas de la mejor manera. Hemos indagado en las profundidades del cerebro humano para descubrirlo en su naturaleza más pura. Luego sacó un cráneo de plástico, parecía ser bastante viejo, abrió la tapa superior de aquel juguete y en el había un modelo del cerebro, rosado, con sus venas, sus vasos y todas sus partes. Lo sacó, lo abrió por la mitad, hasta aquí dijo, hasta aquí debemos llegar, este es el punto que debemos tratar para quitar todo dolor persistente. Luego de que usted enviara la carta, la he estudiado con detenimiento, se lo difícil que es encontrar a alguien que trate estos problemas. La mayoría de los médicos no entienden que a veces en el organismo se activan, como decirlo para que lo  comprenda, interruptores, que despiertan el dolor en áreas en las que no se ha sufrido ninguna lesión aparente. Buscan aquí, allá, preguntan que si hubo algún accidente previo y al encontrar que nada de esto ha ocurrido, y que las causas no pueden explicarse, con mucha suerte el paciente no termina en el psiquiátrico. Esta enfermedad la llamo fibromialgia, enfermedad del dolor.

Me preguntó sobre el día que empezaron los síntomas. Le conté que estaba en el teatro, en las últimas bancas; me habían invitado a ver aquella obra, trataba de concentrarme pero mi vista a distancia era pésima y aquella noche no llevaba conmigo mis lentes, fue desastroso, debí haber salido desde el momento que observé que no podía ni ver claramente el contorno del escenario. Miraba a cada lado, allí estaban algunas personas que conocía tiempo atrás en la industria del entretenimiento. Me conocían de algunas producciones, y por la vergüenza de no mostrarme  minusválido me quedé ahí. Solo podía ver de manera borrosa como los actores se movían a manera de manchones o figuras empañadas, todo parecía muy colorido. El doctor me miraba, y en ocasiones bajaba la cabeza para apuntar en su cuaderno, proseguí. Casi al final de la obra la luz fue descendiendo y aquello para mí se estaba volviendo un infierno, alguien me tomo del brazo, y me dijo al oído es fascinante no es cierto? Cerré los ojos, para evitar sentirme aun mas perdido en aquella nada horrorosa, y recordé la frase, P0ascal tenía su abismo conviviendo con él, de Baudelaire, no sé porque pensé en eso. En la obra unos soldados estaban torturando a un militar de un pelotón enemigo, y pudieron hacerle cualquier cosa, golpearlo, ponerlo en el potro como en la inquisición, o arrancarle las uñas con alicates, pudieron hacerle cualquier cosa, porque si hay variedad y diversidas en el mundo, es en el arte de las torturas, si lo sabré yo, me interrumpió el doctor. Continué; resulta que al hombre que tenían cautivo lo amarraron firmemente, no sé en qué, porque no podía verlo, pero el castigo del que era víctima puede parecerle algo ridículo, lo único que caía en el era una gota de agua en su frente, este sonido, por muchos minutos hizo eco, no habían diálogos, solo el sonido de la gota, y el hombre gritaba, trataba de soltarse, al cerrar mis ojos, ese sonido, también me invadió desde adentro. Al salir del teatro tenia dolor de cabeza, y bien podía explicarlo por mi problema de visión, y así lo creí. Pero con forme pasaban los días el dolor iba aumentando, hasta que me bajó por el cuello y me tomo la espalda. Dejé de trabajar, deje de escribirle a mi familia, tomaba analgésicos suaves, medianamente fuertes, luego los mas fuertes, después  los recetados para caballos, fui a psiquiatras, consumí opio y cuanta droga se me atravesara, pero todo fue una pérdida total de tiempo y dinero hasta que llegué a este lugar.




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