El espectro yo

La margarita metálica

I

Ni se va a enterar, no va a saber qué fue lo que pasó, decía Saúl entre la oscuridad. Afuera, El cielo oscuro parecía un abismo sin límites ni orillas. El barrio estaba como dentro de la boca de un animal  dormido que sudaba aroma a pasto, basura, guisos y el aceite quemado de los talleres mecánicos. Estaba como dentro de una bestia con sueños inquietos. Ese enorme animal, solo hacía denotar su presencia, porque se sentía su respiración pausada entre las latas de las casuchas improvisadas y las hojas secas arrastradas por las calles sin asfalto. Ya no sonaban los equipos de sonido con los vallenatos porque la luz eléctrica se fue media hora antes. Arriba, en las cuerdas de alta tensión se mecen los balones de plomo anaranjados que  hacen sus veces de contrapeso. De un lado a otro, como péndulos que un día caerán haciendo todo pedazos; Se escucha el viento entre las cuerdas eléctricas, como quejidos, gruñidos templados. Abajo los ranchos están tan pegados los unos a los otros que parecen como una sola ruma de chatarra.

-Satageala, decía mientras reía: le había escuchado esta palabra a un malandro caraqueño. Satagear por tasajear. Dispárele, ahí junto a la oreja, porque esta fiesta se puso aburrida. Al menos así tendremos en que ocuparnos hasta el amanecer. Hablaba con una serenidad mordaz, como si pidiera algo común, desprovisto de maldad.

- Ni se va a enterar. Ni siquiera se va a dar cuenta.

Al principio él no lo escuchó. Pensaba que era una broma y siguió tomando del vaso. Reía entre la oscuridad, escuchando de las voces deformadas que se alternaban en las cuerdas de alta tensión. Sentía sus dedos adormilados y en el índice el callo que dejó el cigarrillo, ese callo amarillento.

Insistió tantas veces, se movía por todos lados. Su voz sonaba a veces junto al tronco central de la casa que está cubierto de corbatas de un hombre que nunca existió, o a veces allá junto a los santos, o en la cama con el mosquitero aún enrollado, hasta que lo tuvo frente a él, y sintió la fría mano derecha en su hombro coronada por esas uñas postizas. Hazlo. Lo dijo esta vez sin reírse. Eso es lo único que te pido y es en serio no es broma.

-¿De verdad?  Preguntó él todavía con algunos residuos de escepticismo gravitando entre su cráneo. De verdad Saúl?

Yo siempre bromeo con todo, pero esto es serio.

Pasaron muchas cosas por la cabeza de Andrés, la tarde cuando vio a Saúl bajarse de ese carro, con esos lentes grandes, y el short blanco que dejaba ver sus piernas pálidas.  Y la ciudad atrás empezando a titilar porque ya empezaba la noche. La gente llegando de sus trabajos. Las busetas repletas de gente de caras cansadas. Y Cecilia bajando con su uniforme, de falda corta y el cuaderno que no abrió en todo el día.   

-Aquí no. Todo se mancharía de sangre- dijo Andrés. Tomó otra bocanada del cigarrillo y luego puso el vaso con licor seco en sus labios y tomó un sorbo que bajó calcinándole el esófago.

Pretextos- Dijo Saúl. Y caminó en dirección al baño tratando de adivinar donde estaba todo, estaba descalzo, sintió el suelo mojado, se bajó el cierre del short  para orinar.

Después estuvo caminando. Con el orillo de la cama se lastimo el meñique del pie.

-Mierda.

-Que paso?

-Me jodí un dedo con la pata de la cama.

Cuando el dolor pasó. Se fastidio de estar a oscuras, recordó el cabo de vela que había visto en la cocina. Estaba en una repisa de madera colgada de dos alambres dentro de un frasco de cerámica despostillado. Al estar frente a la repisa palpó sobre ella, tocó unos papeles viejos, una oración olvidada de la virgen del Carmen, una receta de cocina arrancada de un frasco de leche condensada, un imán solitario y frío que sostenía un clavo oxidado, y el polvo, hasta que encontró el frasco. Metió la mano. Una tijera. Un ovillo de hilo coronado por dos agujas. En el fondo estaba el trocito de vela marcado por chorreados goterones solidificados. El viento gruñía al tocar las guayas en las alturas.

-Páseme el encendedor. Dijo desde la cocina.

El llegó, pero era una simple luciérnaga.Todo él, su cuerpo grande, su cabeza desproporcionada, sus dedos gruesos, su cuerpo grueso y toda su presencia tosca, se advertía solo con la pequeña luz del cigarro que vivía y agonizaba por momentos entre su índice y su dedo medio. Una lucecita enrojecida que alcanzaba a marcar su nariz brillante y su boca circundada por esa barba gruesa. Después de varios intentos con el encendedor que era apagado por el viento colado entre las rendijas, la luz amarillenta de la vela chocó contra toda cocina en ruinas. Una ruma gigantesca de platos estaba en un fregadero con un tonel, con una plancha de concreto. Todo estaba engrasado, algunas moscas dormidas entre los cables eléctricos, apenas vieron la luz se lanzaron medio atarantadas a dar vueltas, chocan contra la cocina, contra las ollas tiznadas. El viento afuera parecía estar lamiendo el jardín. La luz sepia marca el rostro de ambos. Eran amarillos como duraznos. Las sombras se pegaban a las latas y al esqueleto del rancho, que era recorrido por los senderos de los comejenes. Estuvieron uno frente al otro mirándose con un nerviosismo marcado por las respiraciones entre cortadas y sus ojos muy abiertos. Las narices de bellos minúsculos estaban impregnadas de un polvo blanquecino. Ya estaban acostumbrados a versen así; sin embargo algo había cambiado en ellos, bajo la luz de la vela, Saúl empezó a creer que Andrés era distinto, su pecho pálido, con las marcas de la franelilla y sus tatuajes hechos con agujas gruesas eran mucho más toscos y aterradores. Por otro lado Andrés miro a Saúl como una estatua sin imperfecciones, como si fuera de una resina muy fina, que no podía detener la luz sino que era traspasado irremediablemente por ella.




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