El espejo

Tercera carta

Claudia:

Como te prometí, aquí está mi columna dominical. Esta vez no leerás mi voz, pero quizá sí mis sentimientos. Espero que te guste.

Desde Barcelona, con amor,

 

D.

***

Con la llegada de Brida, aprendí a mentir. Mis pasos, en un principio, fueron pequeños, pues estaba aprendido a caminar en el mundo de la no-verdad. Lo cierto es que me daba apuro que me pillaran; yo no debía tener más de catorce años y Brida me superaba en edad y experiencia. Ella nunca había conocido la vergüenza, pero sí el morbo. Mentir la empoderaba y yo veía en ella un reflejo de lo que siempre había querido ser.

Sí, es cierto, me veía reflejada en ella, pero no de la forma habitual, no con los mismos ojos con los que me veía reflejada en Charlize Theron. La belleza de Brida no se limitaba a un cuerpo. Toda ella era bella, sus ojos pero también su mirada, su rostro pero también sus pensamientos. Sus labios y sus mentiras formaban un combo que ansiaba. Pronto comencé a sospechar que mi obsesión con Brida no se debía tan solo a una mera admiración. ¿La quería? ¿Quería ser ella o quería estar con ella?

Nunca supe a ciencia a cierta como había llegado al pueblo. Su madre había nacido en Rusia y era una mujer impresionante, aunque no tan especial como Brida. Me asombraba como ambas parecían talladas con el mismo cincel con el se creaban las estatuas de los museos. Por aquel entonces, yo no había ido a ninguno, pero los había visto por la televisión. Todas aquellas estatuas, bonitas, altas, esveltas, con miradas profundas e intensas se parecían a Brida.

La primera vez que mentí de verdad fue cuando nos escapamos de casa con un par de chicos que Brida había conocido por ahí. No sé de dónde salieron y tampoco sé a dónde se fueron una vez acabó la historia, pero eran más mayores que yo y, evidentemente, más mayores que Brida. Nos habían contado que estaban estudiando en la universidad, no recuerdo si Ciencias Políticas o Historia, pero eran tan aburridos que Brida no paraba de mirarles la entrepierna, primero a uno, luego a otro, estableciendo algún tipo de contacto visual entre el miembro y ella. Al final pasó lo que tenía que pasar: perdí la virginidad en esa escapada, una noche de abril cerca del río que cruzaba mi pueblo, bajo una luna que no se parecía en nada a la de las películas, porque no estaba llena sino menguante.

Durante aquel proceso doloroso y monótono, experimenté la sensación más placentera del mundo: Brida me miraba mientras manoseaba el bulto hinchado del chico de la universidad. Sus ojos ardían, su boca brillaba por la luna y la saliva y la lengua le rozaba los dientes. No recuerdo una sensación más fuerte que aquella. Quise deshacerme del compañero que me toqueteaba, porque en ningún momento pretendí estar con él de una manera tan íntima como lo quería estar con Brida. En cada embestida, ambas nos observábamos con deseo y necesidad. Queríamos que aquello ocurriera entre nosotras, pero no dijimos nada una vez todo terminó. Esa misma escena se repitió cada cierto tiempo, una o dos veces al mes. Brida encontraba dos chicos, nos íbamos al río, nos contaban sus penas y nosotras nos dejábamos hacer. Cada vez manteníamos relaciones sexuales más cerca la una de la otra, con el fin de rozarnos las pieles cuando nos penetraban. Nunca les mirábamos ni nos besábamos con ellos, a pesar de que insistían. Siempre, una al lado de la otra, las miradas traspasaban nuestros cuerpos y nos producían el placer que ello no conseguían proporcionarnos.

El ritual del río siguió hasta que un día Brida me besó. Me sentía la mujer más afortunada del mundo. Todas mis necesidades se saciaron con los besos de Brida. Sus ojos, sus pestañas... Su lengua rozaba partes que jamás me habían rozado. La luna, esta vez llena, inmensa, iluminaba unos cuerpos que solo nos tocábamos nosotras, sin que ellos, los hombres, diferentes pero siempre iguales, intervinieran. Nos alejamos todo lo que pudimos del río, símbolo de nuestros encuentros sexuales con ellos, y nos adentramos en la espesura del bosque, donde conseguimos llegar al orgasmo casi sin mirarnos. Dormimos juntas, desnudas, en una paz imperturbable.

A la mañana siguiente Brida ya no estaba. Nunca volvimos a practicar sexo en el río, ni una al lado de la otra ni entre nosotras, y jamás le pedí ninguna explicación. Poco después me di cuenta de que evitaba quedar conmigo a solas y que me mentía, tal y como mentía a los demás. En nuestros encuentros, cada vez más dilatados en el tiempo, no hablábamos del tema, pero cada vez que nos cruzábamos y Brida paseaba con un chico nuevo, ella me miraba, ardiente, provocadora, deslizando su lengua por su labio superior, mientras se apretujaba a él y lo besaba como me había besado aquella vez. Deseé con todas mis fuerzas acostarme de nuevo entre sus brazos, pero preferí mentir. Mentirme. A los pocos meses me anunció que se mudaba a otro lugar, muy lejos del pueblo.

La última vez que vi a Brida antes de su vuelta a Rusia había luna nueva.




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