El Espejo de la Escuela

El Espejo de la Escuela

El Espejo de la Escuela

autor: Sombra Azul

El Colegio de la Asunción era un edificio que parecía haberse detenido en el tiempo. Sus muros encalados reflejaban la luz del sol en los días despejados, y cuando llovía, la humedad impregnaba cada rincón con un aroma penetrante a piedra mojada y madera antigua. Los pasillos eran largos, con vitrales que filtraban la luz creando manchas de color en el suelo de mosaico. El eco de los pasos, de las voces de las monjas y de los murmullos de los estudiantes se mezclaba con el olor a tiza, libros y lejía, formando un aire denso que parecía atrapar a quien entraba en él. Allí, entre la solemnidad y el claustro, Carlos Cuyago caminaba cada día con la sensación de que cada mirada pesaba sobre él como una losa invisible.

Carlos tenía catorce años, cabello castaño siempre desordenado y una mirada que alternaba entre la curiosidad y la inquietud. Desde que ingresó al colegio, había sido blanco de burlas y comentarios crueles. Al principio fueron pequeñas provocaciones: imitaciones de su voz, risas cuando leía en voz alta, algún papel que desaparecía misteriosamente. Pero el acoso creció rápido, y pronto se convirtió en una presencia constante y pesada, un monstruo que lo seguía en cada pasillo, en cada recreo, en cada aula.

Los acosadores eran un grupo de chicos de tercero, liderados por Marcos, quien parecía disfrutar alimentando su poder sobre los demás. Le tiraban la mochila, le arrancaban hojas de sus cuadernos y lo empujaban cuando pasaba cerca de ellos. Cada acto de crueldad estaba acompañado de risas que resonaban con fuerza, como si quisieran marcarlo de por vida. El miedo se le instaló en el pecho, y su corazón latía con tal fuerza que a veces creía que lo delataría ante todos.

Carlos encontraba refugio en la biblioteca, un espacio silencioso lleno de estanterías que olían a papel viejo y a polvo. Allí, entre libros de historia, literatura y ciencia, conoció a Nacho. Él era un chico de su misma edad, pelo rebelde, gafas ligeramente torcidas y una sonrisa que parecía desafiar al mundo. La primera vez que se cruzaron, Nacho lo saludó con naturalidad, sin ningún gesto de burla o superioridad.

—¿Tú eres Carlos, verdad? —preguntó, mientras cerraba un cuaderno lleno de dibujos y notas—. He visto lo que te hacen. Es una mierda. No deberías quedarte solo con eso.

Carlos, sorprendido, no supo qué responder de inmediato. Nacho continuó:

—Vamos a ver si cambiamos eso, ¿te parece?

Ese día, y los siguientes, se formó una amistad que cambió la dinámica de los pasillos. Con Nacho, Carlos comenzó a sentirse menos vulnerable. Compartían risas, conversaciones sobre música, libros y la vida cotidiana del colegio, pero también empezaron a hablar de lo que dolía, de lo que nadie veía.

—A veces siento que me estoy rompiendo —confesó Carlos una tarde, sentados en un banco del patio donde el sol se filtraba entre los árboles, dejando manchas cálidas sobre las baldosas—. Siento que no puedo más.

—No te rompes, Carlos —dijo Nacho, serio—. Ellos quieren que lo creas. Pero tú no eres lo que dicen.

Esas palabras se grabaron en Carlos como un mantra silencioso. Cada vez que los acosadores lo rodeaban, las repetía en su mente: “No eres lo que dicen”. Sin embargo, no siempre era suficiente. Cada empujón, cada insulto lo recordaba lo vulnerable que era, lo solo que se sentía frente a la crueldad de otros.

Una tarde particularmente fría, mientras el sol se escondía detrás de las nubes, Marcos y su grupo lo acorralaron contra las columnas del claustro. El aire estaba cargado de tensión. Carlos sintió la presión en el pecho, el corazón latiendo a mil por hora. Marcos lo empujó y, al tiempo que le lanzaba un insulto, le arrancó algunas hojas de su cuaderno. Las risas resonaban en el pasillo, pero algo dentro de Carlos se encendió. No fue el miedo: fue un destello de rabia, de indignación. En ese momento, Nacho apareció y se puso a su lado, firme.

—¡Ya basta! —gritó, su voz temblando, pero firme.

Los acosadores vacilaron, sorprendidos por la resistencia de un chico más pequeño que ellos. Por primera vez, Carlos sintió que no estaba solo del todo. La sensación de vulnerabilidad se mezcló con un extraño destello de poder, como si estuviera tomando conciencia de que podía plantar cara, aunque fuera solo un poco.

Pero las noches seguían siendo duras. En su habitación, escuchando el rumor lejano de la ciudad, el bullicio de la estación de Atocha, Carlos repasaba los eventos del día. Se miraba en el espejo de su habitación, un espejo común, pero para él un símbolo de su propio reflejo fragmentado. Allí veía sus miedos, sus dudas, sus ganas de desaparecer, pero también vislumbraba algo más: un chico que podía levantarse, que podía intentar enfrentarse a lo que antes lo paralizaba.

El último día de clases llegó con un calor intenso y un aire cargado de finalización, de despedidas y expectativas. Carlos y Nacho caminaron juntos por los pasillos que tanto los habían atormentado, conscientes de que aquel día sería decisivo. Mientras avanzaban, un grupo de chicos intentó intimidar a un alumno de primero. Lo habían acorralado contra una esquina, con intenciones de burlarse y robarle la mochila. El niño temblaba y lloraba en silencio, incapaz de defenderse.

Carlos sintió cómo la rabia le subía por la garganta. Era un déjà vu demasiado cruel. Miró a Nacho, que ya se movía hacia él con determinación. El corazón de Carlos latía con fuerza, cada pulso lleno de miedo, pero también de coraje.

—¡Déjenlo en paz! —gritó Carlos, sorprendiendo incluso a sí mismo.

El silencio se hizo instantáneo. Los acosadores se giraron, incrédulos. Carlos avanzó, con las manos temblando pero firme. Nacho se colocó a su lado, y juntos formaron un pequeño muro frente al niño aterrorizado. La tensión se palpaba en el aire, el olor a sudor y a tierra húmeda, la mezcla de miedo y adrenalina que electrizaba el pasillo.




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