—¡No dejes que escape, se fue por la derecha!
Turquesa, siempre se había considerado una persona tranquila. Amaba la paz que le daba su recién adquirido trabajo como profesora de historia en la universidad pública. El sonido de los libros al pasar las páginas, la calidez de su café matutino, la comodidad de su escritorio, sus alumnos, todas eran cosas que por más que podrían parecer pequeñas, la calmaban, la hacían sentirse satisfecha con el rumbo que había tomado su destino. Después de todo, era una vida sencilla, predecible y, sobre todo, segura.
Al menos hasta la tarde en que su padre murió.
La policía había declarado que todo había sido un accidente: el señor Ramírez, por su avanzada edad, había caído sin darse cuenta en una de las excavaciones recientes de Cacaxtla. El golpe en la cabeza había sido tan fuerte que, al no recibir atención médica a tiempo, le causó la muerte. Eso decía el informe. Eso repetían sus compañeros de trabajo. Pero ella no lo creía.
Su padre siempre había sido un hombre precavido —quizá demasiado para su propio bien—. Nunca se arriesgaba a ir solo a los sitios donde trabajaba, por temor a sufrir lesiones o robos. Además, no le gustaba la soledad: le encantaba conversar, compartir sus conocimientos, tener compañía.
Por ello, desde hacía tres meses, se había dedicado a investigar y seguir cada rastro que su padre había dejado antes de su fatídica partida. Habló con cada persona que se cruzó en su camino, viajó, persiguió, pero ninguna pista le dio algo confiable. No hasta que en la misa de conmemoración un niño se acercó a ella, dándole un papel que prometía darle todas las respuestas que quería si accedía a ir hasta el último sitio que vio a su padre con vida.
Podría parecer una decisión imprudente, casi temeraria, pero la desesperación y la necesidad de descubrir qué había ocurrido realmente con su padre la impulsaron a tomar las llaves, subirse al auto y conducir sin detenerse hasta la zona arqueológica.
Era de noche y hacía mucho frío, pero ello no le impidió caminar por la zona, entrando por un camino aledaño. Abrazando su propio cuerpo para tratar de protegerse del clima helado, Turquesa camino iluminando su camino con la lámpara de su celular. El sonido de los animales y el aire eran lo único que la acompañaba, hasta que el estruendo de un disparo rompió la calma que rodeaba al lugar.
Al principio, ella creyó que había sido su imaginación. Después de todo, en medio de un lugar así, aquel sonido no se podía escuchar con claridad. Pero cuando sus ojos distinguieron dos figuras moviéndose en la oscuridad, el aire se le atoró en la garganta. Su cuerpo reaccionó antes que su mente, y echó a correr con el corazón martillándole en los oídos.
Mientras corría, la lluvia comenzó a caer sobre su cabeza, golpeando cada parte de su cuerpo, empapándole la ropa hasta hacerla pesada, pegajosa. La humedad pronto comenzó a filtrarse en su piel, al mismo tiempo que la sensación de ardor en sus piernas y la angustia palpitante en su pecho no le dejaban pensar con claridad.
Corre, corre, corre...
La maleza y la roca húmeda que estaba a su alrededor le hicieron resbalarse, caer de rodillas para de inmediato sentir el escozor de la piedra fría desgarrarle la piel, pero apenas tuvo tiempo de quejarse, pues detrás de ella, los pasos que le venían siguiendo se hicieron más fuertes.
Un sollozo ahogado escapó de su garganta mientras se ponía de pie. Turquesa cojeó, sintiendo cada músculo de su cuerpo protestar, pero no podía detenerse. No si quería vivir.
Pasando saliva, sintiendo cada fibra de su cuerpo temblar, Turquesa intentó escabullirse entre las sombras de la imponente y antigua obra arquitectónica, pegándose a la pared, tratando de hacer el menor ruido posible, pero su propio cuerpo amenazaba con traicionar su escondite.
—¡Vamos a encontrarte pequeña rata!
No quería morir. No así.
—¡Si dejas de esconderte todo será más fácil!
Turquesa apenas si se movió lo suficiente para tratar de ver a las sombras que se dedicaron a perseguirla, pero la escasa luz de la luna poco le permitía distinguir más allá de dos cuerpos que se movían con sigilo, buscándola.
Sintiendo el ardor de sus rodillas aumentar, ella se movió, con cuidado, casi sin respirar, buscando llegar a la salida a través de las piedras que le proporcionaban un refugio temporal. Turquesa apretó la mandíbula cuando bajo sus pies sintió un pequeño bulto, esperaba se tratara de una roca.
—Solo queremos saber qué viste.
Sería sencillo responder que nada, que solo iba caminando, buscando no caerse, que sí habían hecho algo malo, no diría nada, que quizá entre tanto movimiento del personal que estaba ayudando con los nuevos descubrimientos, lo que sea que hubieran estado haciendo, pasaría desapercibido si sabían ocultarlo correctamente, pero claramente aquella frase no era una invitación de cortesía para irse en paz.
Ellos solo buscaban asegurarse de que ella nunca hablara.
—Quizá no hay nadie y perseguimos un fantasma.
—Estoy seguro de que había alguien aquí. Revisa por allá. Yo iré por este camino. Grita si necesitas ayuda.
Turquesa escuchó como ambas pisadas se alejaban de dónde ella estaba, pero no sé confío. Al contrario, sintió su pulso latir aún más acelerado dentro de su garganta mientras se movía en dirección a una de las enormes rocas que era de las últimas en la zona, por lo que representaba su única salida, su pase de salvación hasta el estacionamiento.
Si lograba llegar a su vehículo, escaparía en un abrir y cerrar de ojos.
Ignorando el dolor y temblor de su cuerpo, Turquesa respiró profundo antes de echar a correr, rogando porque ninguno de esos hombres la viera. Sin voltear atrás, sacó su llave, fallando en repetidas ocasiones cuando intentó meterla en la puerta del conductor.
—¡Ahí está!